El tiempo es un niño que juega.
Heráclito.
A Bangar hace siglos que no lo veo. Muchas veces me ha parecido reconocerlo en otros individuos, de espaldas, confundiendo sus largas melenas con las de mi amigo. Pero, al girarse sorprendidos hacia mí, el espectro de aquella belleza inquietante que tenía Bangar se esfumaba en el aire, y también la ilusión estúpida de volver a encontrarlo tal y como era hace treinta y tantos años, en el verano en el que brotó la estirpe de los melenudos, cuando vimos propagarse a los melenudos, colonizar los noticiarios y las playas.
En aquella época el fútbol, como todos los territorios de nuestra existencia, se llenó de largas melenas. Había algo mesiánico en aquel exceso: los melenudos traían paz, portaban una sabiduría de contornos bastante imprecisos, una sabiduría esotérica que solo podían compartir con otros melenudos. Sin embargo, era cuestión de tiempo que ese mensaje prendiera y saltara en todas direcciones por caminos de pólvora. Ya sé que la pólvora es un símbolo bélico: pues mejor, había también una pólvora del pacifismo. Y los melenudos eran los elegidos para trazar los caminos de la pólvora, para estallar los polvorines de una nueva época de fraternidad universal, para incendiar la vida.
A Bangar, con sus largas melenas, es verdad, hace siglos que no lo veo. Pero esta mañana contemplé en el patio las jugadas de un chico que se fingía Bangar, que celebraba los goles con idénticos gestos y rituales, que parecía tan feliz como él cuando era el goleador de nuestro combinado nacional. Esta vez sí que me pareció reconocer su espíritu, pues quien se entrega a la imitación de su ídolo ¿no es, de algún modo, un poseso, alguien en quien el ídolo encarna?
Me asombró que un muchacho se acordara todavía de Bangar, y más en un país como el nuestro, paraíso del críquet, un país en el que se celebran festivales para ver a los elefantes jugar fútbol (el año pasado asistieron diez mil personas en Kaziranga a un partido entre elefantes, ¡diez mil personas!), un país en el que las madres sueñan con que sus hijos estudien en Inglaterra, se peinen a raya, practiquen críquet o polo. Esto hacía aún más sorprendente que un muchacho que jugaba descalzo en el patio del colegio se acordara todavía de Mahendra Bangar, el goleador melenudo. Me quedé hipnotizado observándolo; el chico acababa de hacer un gol lleno de inteligencia callejera, o de pillería, o de inteligencia y pillería, si es que no son la misma cosa, movido por idénticos impulsos de su ídolo, especialista en quiebres iguales, cambios de ritmos iguales, lanzamientos con efectos iguales. Y, lo que es más importante: con una melena casi idéntica a la que lucía Bangar. Un ejemplo más de cómo los espectros de la memoria buscan cuerpos jóvenes en los que encarnarse, para hacernos pedazos el corazón, para qué si no.
LA PRIMERA VEZ QUE VI MELENUDOS fue en Qatar, nación que acababa de obtener su independencia. (En cuanto una nación se independiza, lo primero que hace es organizar algún trofeo internacional. Es un perfecto escaparate). Entonces yo era un niño y había sido convocado para la selección sub-17. No defendí la portería ni un solo minuto en todo el campeonato, pero, eso sí, vi los primeros melenudos de mi vida. Los había a decenas entre los jugadores de Holanda, de Italia, de Argentina. Nuestras madres nos habían enseñado a peinarnos a raya, con colina, haciendo grandes esfuerzos porque ningún solo cabello abandonara la disciplina de línea recta. Deslumbrados por aquella magnifica sabiduría de los tiempos modernos, la melena, decidí que no volvería a cortarme el pelo. Cuando llegué a la selección absoluta (en la que, dicho sea de paso, no cubrí la portería como titular si no en partidos amistosos) me llamaban León Jeoomal. Y en mi país donde el tigre es emblema de la fuerza incluso del dominio de la fuerza (Shiva cabalga sobre un tigre porque ha sometido al deseo), León no es exactamente un piropo.
Poco a poco los melenudos, como escribió Passolini, se fueron multiplicando como los primeros cristianos. Los futbolistas, las estrellas de rock y del cine, los escritores de la generación beat, todos se inscribían como ciudadanos en el censo de un mismo territorio festivo, de una nación común de la alegría, y comunicaban al mundo con sus largas melenas el sentido profundo de apostolado: somos portadores de una nueva sabiduría que les será revelada a su debido tiempo. Mientras tanto, contemplen nuestro cabello flotando en cámara lenta, observen nuestro juego en la moviola, el idioma de nuestro pelo volando por el aire mientras rematamos un centro desde la banda, nos lanzamos en plancha hacía el esférico, o (caso de los porteros nos lucimos en una estirada imposible para repeler el balón in extremis. En efecto, los melenudos colonizaron también el deporte y por primera vez en la historia, el fútbol corría de la mano de la vida, codo con codo.
La primera vez que incluyeron a León Jeoomal en una convocatoria de la selección absoluta, el equipo disputaba la fase de clasificación para la Copa de Asia. La otra novedad en la convocatoria del míster fue el delantero Mahendra Bangar, que había ingresado al torneo nacional después de formarse en la cantera del Nottingham Forest. Bangar, pues, se había educado en Inglaterra, lo que toda madre de nuestra patria ansiaría para su retoño. Sin embargo no regresó de Europa peinado a raya y enamorado del críquet. Lucía una larga cabellera acorde con el espíritu de los tiempos. Por una extraña maldad del destino, años atrás, su madre se había hecho peluquera para poder pagarle el tiquete a Inglaterra, porque con lo que el padre ganaba en la herrería no les alcanzaba. Le reprochó, desde luego, aquella melena salvaje, silvestre, a decir ella, hecha de abandono, de descuido. Este es un detalle importante para entendernos, porque, a pesar de que en el fútbol actual también hay melenas, se trata de melenas cuidadísimas, de peluquería, cultivadas con mucho mimo y dinero.
La inclusión de Bangar fue un acierto, pues el delantero, aun habiendo ofrecido una trayectoria muy irregular en Europa, explotó, como suele decirse, aquella temporada con la camiseta nacional y se ganó la titularidad de inmediato. Se volvió imprescindible. No solo marcó la mayor parte de nuestros goles, sino que contagió al equipo de una alegría traída del más allá, una alegría importada de Inglaterra: aquella explosión que se inició con los cuatro gurús de Liverpool y sus femeninos flequillos convertidos, a la altura de los primeros setenta, en largas cabelleras que colgaban sobre los hombros. Con la llegada de Mahendra al equipo se encendió algo entre nosotros, una luz en medio de todos nosotros que se repartía, te acariciaba, te daba la seguridad de que aquel era el momento y el lugar de cambiarlo todo, de invertir el rumbo de los espíritus. Cada cierto tiempo, el universo envía a una serie de emisarios para que prendan las antorchas de una nueva era. El fútbol de Bangar, adornado por su larga cabellera castaña, tenía poder suficiente para generar un nuevo estado del alma. Había que verlo luchar, como un dios primitivo, un dios pequeñito y solitario allá en el centro del campo, aguardando su momento, mientras los compañeros cerraban filas, achicaban espacios, repartían leña. Allá, sin otra compañía que la de un defensor rival (o dos defensores) y cuatro sombras, sus cuatro sombras proyectadas por cuatro focos, Bangar recordaba a un animal mitológico; guerrero indómito, Bangar; resolviéndose contra las fuerzas extranjeras, Bangar, héroe de epopeyas milenarias, Bangar.
Así que cuando alcanzamos la fase final del campeonato, que se celebraría en China, solo Balaji lucía una cabeza afeitada. Los demás fieles al espíritu de nuestro líder, nos habíamos integrado en la cofradía universal de los melenudos. Porque, en tanto que representantes de un combinado nacional, cada cual del suyo, ¿defendíamos en realidad a nuestro país?, ¿no éramos todos los futbolistas de larga melena ciudadanos de una patria común, ya procediéramos de Israel o de Palestina, de India o de Pakistan, compartiéramos o no la misma lengua? Corría el verano del 76, aunque 1976 no parecía un año, sino una exhibición de fuegos artificiales.
SIGO CON LA MIRADA, AÚN HIPNOTIZADO, LOS MOVIMIENTOS DE ESE NIÑO descalzo y greñudo, poseído por el espíritu de mi amigo. Me parece que esta última jugada de gol la conozco, se me antoja una imitación perfecta de otra jugada que ya he visto con anterioridad, como si en vez de una jugada fuera un paso de baile, una coreografía o una frase hecha. Y esto no deja de ser irónico, porque la especialidad del propio Bangar era, precisamente, imitar jugadas ajenas. Sus goles no eran originales. Quiero decir: los ejecutaba, pero no los inventaba él. Eran calcos exactos, copias compulsadas de otros goles célebres. Subían al marcador exactamente igual que los otros, desde luego, pero eran fieles reproducciones de otros, meros plagios. Y pondré un ejemplo: Primera jornada de la ronda clasificatoria para la Copa de Asia. Rival: Malasia. Minuto treinta y ocho de la segunda parte. Cero a cero en el marcador. Bangar recibe a pocos metros por delante del círculo central. Controla el balón alzando la diestra por encima de la cintura, estirándose como un gimnasta. Se gira y avanza. Mira a la izquierda y derecha pero no encuentra ayuda, nadie desmarcándose, nadie de su equipo por delante del balón. Entonces distingue una línea imaginaria en el suelo. Una diagonal hacia el costado derecho del área de los rivales. Arranca. Cambia de ritmo y descoloca a los defensores, los desactiva. Sigue la línea, se obstina en ella, galopa sobre ella, es un tren monorraíl sobre una línea recta por una tirolina maravillosa que atraviesa el estadio sin que nadie más pueda verla, nadie sino Bangar. Corre y corre. Alcanza el área pequeña en su galopada y, sin dar tiempo al pensamiento, cruza el balón al palo largo. Gol. Uno a cero a falta de siete minutos para que termine el encuentro.
Este tanto de Bangar era un calco exacto del que George Best le marcó a Sheffield en 1971. La jugada consistía en el mismo número de pases (contados desde que el balón era puesto en circulación luego de un saque de banda), duraba exactamente el mismo tiempo, intervenía exactamente el mismo número de defensores. Y el secreto de ambos goles era uno y el mismo: algo, alguien (¿quién?) había trazado una línea sobre el césped, una diagonal invisible para los rivales. Tanto el gol de Bangar como el de Best se basaban en la obstinación, en la tozuda galopada de ambos sobre aquella línea, la misma línea, en idénticas coordenadas, para desconcierto de los defensas, que siempre esperan del atacante cualquier quiebre, giro, cambio de ritmo, pase atrás, lo que sea, pero no esa tenacidad sobre la diagonal, obsesiva, mecánica, propia de otros deportes más rudos como el rugby o como el fútbol americano.
PRIMERA HPÓTESIS SOBRE BANGAR. Desde luego, no fui el único que se percató de estas similitudes. Pero en su tiempo nadie alcanzó a captar la enigmática exactitud de cada copia, nadie sino yo, desde el banquillo de los suplentes. Algún comentarista deportivo señaló el parecido gol con aquel otro gol, pero sin llegar a comprender, no obstante, el alcance filosófico de las evoluciones de mi amigo Bangar. En ese sentido, Bangar hacía las delicias de la prensa deportiva del país, siempre más interesada en el críquet, el polo y los elefantes que por el balompié. Lo único que no perdona un periodista deportivo es que un jugador no se parezca a ningún otro, porque necesita hacer notar su erudición con el pretexto de comentar una jugada: “este gol me recuerda mucho al de George Best marcó a Sheffield en 1971; este otro me recuerda al que Pelé le hizo a Suecia en el mundial del 58.”
En realidad, el gol de Bangar a Malasia no se parecía al de Best: era el de Best, existía ya. Pero existía el que le hizo a Jordania en la misma ronda (copia del que el polaco Grzegorz Lato marcó a Brasil en el Mundial del 74) y los dos que le hizo a Camboya (copia de los dos que el brasileño Vavá le marcó a Suecia en la final del Mundial del 58). La pregunta realmente inquietante es si el propio Bangar se percataba o no de que operaba como un copista, de que sus malabarismos con el balón eran puras reproducciones, de que no era una autentica estrella, sino un doble de todas las estrellas. Los psiquiatras llaman criptoamnesia al robo involuntario de ideas ajenas. Uno puede creer que inventa un verso, ignorando que lo leyó hace años y que permanece, residual, navegando por su subconsciente como una culebra asoma su lengua y la confundimos con la nuestra propia, la confundimos incluso con nuestra libertad. Tal vez Bangar no era libre sobre el terreno de juego, sino que el subconsciente lo guiaba, lo llevaba de aquí para allá, lo zarandeaba, o le dibujaba en el suelo los pasos, los movimientos de cintura, los cambios de velocidad, el momento preciso de disparar a puerta.
Más inquietante, sin embargo, se presenta la posibilidad del que Bangar fuera realmente consciente de su emulación, que repitiera adrede los tanto que tal vez hubiera visto decenas de veces en las películas que se proyectaban a los alumnos de la escuela de fútbol de Nottingham, cuando era estudiante, y que por esa razón, su repertorio de goles ya inventados procediera casi en exclusiva de encuentros de gran trascendencia, celebrados en mundiales o campeonatos de naciones, tal vez porque la transcendencia de un gol amplifica su belleza, lo perfecciona y, si se me permite la redundancia, lo remata. En ese caso Bangar aparecería ante mis ojos como un obseso de la belleza cumplida, acabada. Es decir: un artista. Por lo que habría que localizar el talento de mi amigo en su memoria que asignaba a cada ataque (con un olfato infalible) una de las muchas jugadas históricas que almacenaba en el archivo, como si Bangar pensara para sí: aquí va bien el gol de Just Fontaine a Brasil en la semifinal del 58, aquí va el de Garrincha a Inglaterra en el 62. Claro que luego se hacía necesaria una enorme destreza para llevarlo a la práctica. Lo que hace aún más desconcertante el talento de Mahendra Bangar, porque una cosa es que el jugador se mueva al dictado y otra bien distinta que todas y cada una de las circunstancias del juego se plieguen a las demandas del goleador. Para eso, la hipótesis de la emulación (consciente o inconsciente) no ofrece respuesta.
EL INFIERNO DE DANTE SE DIVIDÍA EN ESFERAS. Pero ¿en qué se divide nuestro mundo? Esta es la pregunta que nos formula el míster en el vestuario, minutos antes de comenzar nuestra participación en la fase final de la Copa de Asia. ¿En qué se divide nuestro mundo? En oportunidades. Nuestro mundo se divide en oportunidades, buenas y malas, aprovechadas y desperdiciadas, sentencia mientras golpea con la palma de su mano un balón que sostiene con la otra mano, subrayando con cada palmada una sílaba (o-por-tu-ni-da-des). Los muchachos nos miramos y tratamos de contener la risa, acostumbrados a estas divagaciones filosóficas del míster. ¿Saben de lo que les estoy hablando? ¿Lo saben? Les estoy hablando del tiempo. La pizarra que hay a su espalda todavía no ha sido estrenada. La ocasión aprovechada es presente perfecto. La ocasión desperdiciada es pasado perfecto. ¿Comprenden por qué dependíamos, desesperadamente de los goles de Bangar? No recuerdo una sola charla preparatoria en el que el míster ofreciera instrucciones tácticas concretas. Todo se reducía a aquellas disquisiciones que, reconozcámoslo, tenían su gracia. Bangar hacía los tantos y los demás se limitaban a repartir leña. No había más. Pero en un país como el nuestro, donde se sobrestima la sabiduría mística y se menosprecia la sabiduría práctica, la prensa y el público consideraban al míster un viejo sabio, un santón. E incluso le atribuían los recientes éxitos del equipo: nuestro combinado, habida cuenta de que históricamente se situaba entre los treinta últimos del ranking de la FIFA, había logrado una autentica gesta al clasificarse para la fase final de la Copa de Asia. Y allí estábamos, escuchando las divagaciones filosóficas del míster.
¿Qué cuál es el infierno del fútbol? debutar en el campeonato frente a los anfitriones: China; las gradas rebosantes de amarilos con banderas rojas fanáticos, a la fuerza, fanáticos forzosos, de la revoución cultural, mientras un helicóptero deposita en el centro del campo un gigantesco busto de Mao, hecho de cartón-piedra, supongo, porque, segundos antes del pitido inicial, un equipo de niños y niñas del país vestidos de uniforme, uniformados, se lo llevan en brazos fuera del terreno de juego, entre cánticos y millones de pétalos.
¿Qué cuál es el infierno del fútbol? El estruendo ensordecedor del público cada vez que marca el equipo anfitrión, la lluvia de diminutos papeles sobre el césped. Y en concreto, son tres los estruendos que nos vemos obligados a soportar esa tarde, yo desde el banquillo de suplentes y Bangar en punta, preso en su soledad de goleador. Siempre es difícil jugar contra los anfitriones, pero más aún cuando estos anfitriones no son un pueblo, sino un ejército perfectamente organizado de fanáticos. Nosotros conseguimos hacer un único gol, obra de Bangar por supuesto, pero en el tiempo de descuento, cuando todo estaba dicho, y es recibido con alegría e incluso con sorna por el público local.
¿Qué cuál es el infierno del fútbol? Salir del terreno de juego escoltados por las fuerzas del orden, porque se ha producido una estampida del público, porque los fanáticos han saltado al césped para abrazar a los héroes de su selección, arrancarles sus camisetas. Pero ni siquiera en esta estampida hay libertad alguna. No es una invasión libre y espontanea, sino ordenada, coreografiada por quién, quizá por décadas de disciplina y abolición de la voluntad. No hay en ella la agresividad típica de los países libres. Ningún jugador se siente en peligro, pero tampoco es posible reconocer en el público otras muchas emociones típicas de los seres humanos. Esto es lo que las dictaduras hacen con las masas.
SEGUNDA HIPÓTESIS SOBRE BANGAR. Después del debut contra China, quise charlar con el míster en privado.
- Es sobre Bangar.
- ¿Bangar? ¿Qué le sucede? No se habrá lesionado…
Tenía necesidad de revelarle mi perplejidad al míster. Que Bangar se desplazara por el campo calcando los movimientos de sus ídolos y de sus goles históricos podía resultar pintoresco. Pero que sus jugadas recibieran idéntica fortuna que aquellas a las que emulaban, que el azar se plegara a su voluntad exactamente en los mismo lugares, ángulos y momentos, esto desafiaba por completo cualquier intento de explicación materialista.
- Tal vez todos los goles del mundo, los marque el jugador que los marque, preexisten a los encuentros – me respondió. Y entonces el míster disertó sobre la teoría de las rationes seminales de san Agustín. Aseguraba este filósofo occidental que Dios no creó todas las cosas a un tiempo, sino que sembró el universo de estas rationes seminales, semillas de todas las cosas, seres en potencia a los que resta actualizarse. La Creación incluía, por tanto, un sinnúmero de posibilidades materiales pendientes de pasar a la actualidad a lo largo de la historia. Quizá Dios creó también todos los goles posibles, y Bangar simplemente los actualizaba, los hacía pasar de la potencia al acto, bendito muchacho. De este modo, en la jugadas de nuestro héroe había sentido prefijado, como órbitas de planetas, como constelaciones que se ajustan a la posición que el orden del universo establece para ellas silenciosamente, a las posibilidades que le son concebidas. Conocer a Bangar fue, fue de este modo, lo más parecido a conocer las fuerzas del destino que nos fue dado, tanto al míster como a mí.
No supe tomarme en serio al míster. Parecía aburrido de la conversación, como si no le sorprendiera el carácter sobrenatural que él mismo atribuía a las evoluciones de Bangar sobre el terreno de juego. Mi plana explicación psicológica era más simple por lo tanto más elegante. Pero el míster todavía quiso añadir un comentario más:
- ¿Se da cuenta, Jeoomal? Somos un equipo extraño, paradójico, diría yo. En ataque nos ceñimos (al parecer) a un guión prefijado, rígido, tal vez establecido, por Dios en la hora de la creación, pero en defensa siempre andamos encomendados a los santos de la improvisación y el azar. El azar y la necesidad ¿Lo ve? Justo lo contrario de lo que se espera de un buen equipo. Mire, si no, a los italianos. Los italianos son el orden común del fútbol, orden atrás e inspiración delante.
- Sí, míster – le respondí – pero estamos aquí, clasificados.
ÉRAMOS, en efecto, UN EQUIPO PARADÓJICO: mientras ignotas fuerzas de orden metafísico guiaban a nuestro goleador, los demás nos entregábamos al desorden por las noches, con las habitaciones del hotel inundadas de humo y de música de Jimi Hendrix. Nos volvimos indisciplinados, caprichosos y nos convencimos de que la revolución se hacía con poco aseo, de que la nueva era brotaría del pelo descuidado y la falta de higiene. Poco profesional, ciertamente. Pero allí estábamos, en la segunda jornada de la liguilla, con la oportunidad de conquistar una porción de dignidad frente a un nuevo rival, esta vez el combinado de Corea Norte.
Los jugadores de esta selección no llevaban el cabello largo, no se habían sumado a la fiesta de la era del Acuario, de la libertad sexual y de la paz. Eran como autómatas, y lucían un corte de pelo militar bastante apurado, a diferencia de los chinos, los anfitriones del torneo, a los que se les permitía al menos una media melena acorde, en parte, con el signo de los tiempos. También China era, parcialmente, la patria de los melenudos, y en este rasgo se podría cifrar la diferencia entre una y otra dictadura: más militarizada la de Corea del Norte, más robótica, mecánica y hueca la vida de este país, el fútbol de este país. Había que ver a los coreanos en la ceremonia de los himnos nacionales; ellos, tan iguales, tan marciales y firmes; nosotros, melenudos, unos muy grandes y otros muy pequeños, desgreñados, incapaces de mantener la disciplina de la línea recta. Felices.
Comenzamos marcando nosotros, un lanzamiento directo que Bangar no quiso ejecutar y que el rapado Balaji resolvió con eficacia, superando la barrera coreana y colocando el balón bajo, pegado al palo corto, que es el palo favorita del diablo. Pero el zarpazo no le hizo sange a Corea. Aquellos tipos, más militares que atletas, no eran humanos, sino perros amaestrados, disciplina pura. Yo creo que escuchaban la música del Coro del Ejército Popular de Corea por dentro de la sangre, que llevaban la ideología del Partido en el torrente sanguíneo. Nuestro primer gol no solo no amedrentó a aquellos autómatas, sino que arrancó su maquinaria de guerra y apretaron fuerte durante toda la primera parte. Tanto que apenas conseguimos pasar de los tres cuartos del campo. Estábamos tan ocupados en defender que no teníamos tiempo de elaborar un triste ataque. Hacíamos una par de combinaciones, luego perdíamos el balón y, finalmente, volvíamos a recular. Son extraños los engranajes del pesimismo; mientras más balones se perdían, más se desplazaba hacia atrás la línea defensiva y más aislado y sin posibilidades quedaba Bangar, a la altura del círculo central, rodeado por dos marcadores; y mientras más se retraían los nuestros para achicar espacios, mayor era la demanda salvífica dirigida exclusivamente a nuestra estrella. A él se le entregaba toda la carga de la salvación, al elegido que trajo desde Europa la sabiduría de la melena. Y por una especie de consenso telepático, tejido con gestos de fatiga y desesperanza, los muchachos escogieron la vía fácil y comenzaron a bombear balones desde la mitad de su campo. Qué podía hacer Bangar, si su soledad era aterradora. Los chicos le enviaban un pedrada, Bangar corría como conejo, se daba de codazos y rodillazos con la defensa rival, y finalmente, perdía el balón, momento en que los nuestros se tiraban de nuevo hacia atrás. Tácticamente hablando, se trataba de una salida chapucera, pero recordemos que el míster no decía gran cosa sobre táctica; hablaba mucho sobre el fútbol, eso es cierto, hablaba sin parar sobre el encuentro, pero no decía una palabra sobre este encuentro, sobre cada encuentro.
En este deporte nuestro, la desesperación rara vez da frutos, y aquella tarde había un enorme flujo de desesperación que como la torre de un campanario apuntando hacia el cielo, se dirigía directamente hacia arriba, hacia Bangar. En el minuto treinta y uno los coreanos ya habían empatado el encuentro (lo celebraron de una forma ritual, sin emoción alguna), y a falta de tres minutos para el fin de la primera parte le dieron la vuelta al marcador con una jugada de estrategia, un lanzamiento indirecto de falta que, seguramente, habían ensayado hasta el agotamiento, como soldados espartanos.
En el descanso me dirigí a Bangar. Creo que era la primera vez que lo hacía, así que fui directo al grano: le revelé mi perplejidad; cómo podían ser tan fieles sus copias; cómo conseguía que sus goles de hoy fueran imitaciones perfectas de los goles del pasado. Su respuesta fue que, en lugar de copiar goles del pasado, su sueño era que copiaran los suyos en el futuro.
- Pero no soy Pelé – se lamentó.
LA SEGUNDA PARTE CONTRA COREA siguió el guión previsto: faltas técnicas, distracciones de tiempo por nuestra parte, balones largos dirigidos a Bangar, gol de los coreanos al minuto diecinueve (era el tercero), la melena de Bangar agitándose en el centro del campo, disputándole balones a los zagueros, buscando un resquicio para la salvación. Si empatábamos, aún dependeríamos de nosotros para pasar a la siguiente ronda. Había llegado la hora de que los apóstoles de la melena doblegaran al ejército futbolístico de Corea, a todos los ejércitos futbolísticos, a todos los ejércitos. Nuestro juego alegre, desordenado, tenía que resurgir, salir de la caverna de la defensa y encender las antorchas de la alegría. Y, en efecto, la suerte favoreció a la causa de los melenudos en el minuto treinta y siete de la segunda parte: Bangar recibe una carga dentro de área rival y se tira al césped. El árbitro muerde el anzuelo y concede el penalti. Quién podía lanzar la pena máxima, sino nuestro héroe.
Desde el banquillo, puestos en pie, vimos a Bangar ejecutar aquella oportunidad salvífica. Ajustó el balón al palo derecho del cancerbero, pero este adivinó la trayectoria. Por un instante, nuestro corazones se volvieron de arena, se deshicieron en el pecho, blandos, inútiles, como si no quisieran latir más. El balón impactó contra la base del poste y salió hacía fuera. Pero con tan buena fortuna que golpeó en la cabeza del portero rival y regresó a su dirección primera, traspasando, esta vez sí, la línea de meta. Alguien desde arriba nos ayudaba, nuestra causa le merecía el mayor de los respetos; el universo simpatizaba con el ideario algo confuso de nuestras largas melenas. Gol de Bangar y todavía nos quedaban siete minutos para empatar.
Desconcertado, vi a nuestro delantero guiñarme el ojo mientras regresaba al centro del campo. Su gesto de complicidad me hizo caer en la cuenta de que me había enamorado. No ya de Bangar, sino de toda una generación, de una época.
TERCERA HIPÓTESIS SOBRE BANGAR. En parte, el sueño de Bangar, el deseo de ser remedado algún día por otros imitadores, ha terminado por cumplirse. Aquí tenemos a un niño jugando en el patio, con sus pies descalzos sobre la tierra emulando las inconfundibles celebraciones de Bangar, doblando los goles que a su vez mi amigo doblaba en aquel tiempo. ¿Es solo eso?, ¿todo se reduce a un juego de imitaciones, de dobles, de espejos? Esta explicación no termina de resolver el misterio de Bangar. Es imposible gobernar las circunstancias (todas) que rodean a un disparo a puerta. Es imposible que la fortuna obedezca por completo a las intenciones del jugador, que el balón, en un lanzamiento de penalti, rebote exactamente en los mismos puntos, se comporte de idéntica forma, que el azar se incline ante la voluntad.
Quizá haya otra explicación. Tal vez el universo hubiera depositado en Bangar un haz de posibilidades, de lances posibles del juego, una rationes seminales del balompié, tal y como decía nuestro entrenador. Pero al reiterar nuestro delantero jugadas que ya habían pasado de la potencia al acto a los pies de otros jugadores históricos, al repetirlas, era como si el destino tuviera momentos de confusión, lapsus, y obligara a Bangar a acciones que ya habían sido realizadas, posibilidades que ya habían sido actualizadas antes. El destino también se equivoca.
Muchas noches después, en una noche de verano muy parecida a aquella en que nos enfrentamos a Corea, me encuentro (bocabajo) en el interior de mi coche (panza arriba). Y mientras las ruedan giran en el aire (lo harán mientras quede combustible), me pregunto qué órganos, qué huesos, qué articulaciones estarán todavía intactos, si podré caminar otra vez y en la radio se retrasmite un encuentro internacional de fútbol. Mi cabeza da vueltas. No siento nada de la cintura para abajo, ni siquiera dolor. Y entre el mareo y las sensaciones intermitentes de calor y de frío, se filtran las palabras de la retrasmisión deportiva. Cuartos de final del Mundial del 86. Francia vs. Brasil. La eliminatoria se decide en la tanda de penaltis. Dos a dos en el marcador. Bellone lanza para Francia, abajo, ajustado al palo derecho, a ras de suelo. Óscar, el guardameta carioca, adivina la trayectoria del esférico y se lanza al lado correcto. El balón impacta en la base del poste, pero con tan buena fortuna para los franceses que rebota en la cabeza del portero y regresa a su dirección primera, traspasando esta vez la línea de meta. Gol de Francia. Tres a dos en el marcador y la posibilidad, si falla Branco, de pasar a la semifinal del torneo.
Al término de la retrasmisión deportiva se emite un programa musical. Aún no ha acudido nadie a socorrerme.
Estoy solo en una carretera perdida. Soy un antiguo suplente de la selección de fútbol en el paraíso del críquet.
Me he jodido las piernas, seguro, no las siento.
Suena una canción de Lennon en la radio, Dream is over, “el sueño ha terminado”.
¿Les he hablado ya de mi silla de ruedas?
El míster se equivocaba: el infierno es el presente.
LOS MÁRTIRES DEL BALOMPIÉ. ¿Creen que logramos empatar aquel encuentro contra Corea del Norte? Pues no fue así. Aunque, visto con distancia, tampoco importa demasiado. Incluso en la derrota, el lenguaje de los melenudos tiene una musicalidad festiva. Vean las fotografías del fútbol de entonces, miren la media melena de Johan Cruyff agitándose mientras el holandés invierte todas sus habilidades, sus bicicletas, sus recortes de fábula, para perder la final del Mundial del 74 frente a Alemania. Miren la grandeza de Zico, después de fallar un penalti en el Mundial del 82. O la de mi admirado Sócrates en México 86. Tras caer en la tanda de penaltis contra Francia. Incluso en la derrota, la melena resguarda a los jugadores del patetismo, deja caer sobre los hombros la capa benefactora de los héroes, inspira compasión, obliga al público a perdonar sus impotencias y sus errores.
Sin embargo, alguien en las altas esferas del fútbol, si es que existe tal cosa en nuestro país, sintió que nuestra melena derrotada era una imagen decadente, que aquellos cortes militares de pelo de los coreanos, su disciplina espartana, su orden antes, después y durante el partido mostraban el camino a seguir: el orden. Alguien era incapaz de comprender que nuestras posturas relajadas en la ceremonia del himno y nuestro desorden táctico y vital anunciaba una nueva era. Y cuando se es incapaz de comprender algo, se desprecia. Ese desprecio fue subiendo en cuestión de horas por los escalafones de la política, casi podía verse trepando los pisos de los despachos como una hiedra. Las señoras de la limpieza de los ministerios comparaban a nuestros muchachos con lo que deberían haber sido: jóvenes educados en Inglaterra, con el pelo peinado a raya y con colonia, jugadores ocasionales de críquet o de polo. Nuestras melenas eran, a la hora de la derrota, una vergüenza nacional. Y el sintagma vergüenza nacional se fue repitiendo de boca en boca como una mantra, y se introdujo en las conciencias de los que están más arriba, y llegó finalmente a la conciencia del presidente de la República, quien, escandalizado por nuestro aspecto, que desdoraba sobre todo la ceremonia del himno nacional, tomó el teléfono, marcó un número, dio una orden, esa orden fue trasmitida por otra voz a otra línea telefónica y esta a otra, y en cuestión de horas el míster nos tenía reunidos en el salón principal del hotel para decirnos: - No es cosa mía, muchachos, viene de muy arriba. Lo siento.
Llorábamos, SÍ, HOMBRES DE PELO EN PECHO LLORANDO, mientras éramos esquilados por voluntad presidencial, mientras el peluquero nos arrebataba aquella forma superior de sabiduría incomprendida en nuestro país, paraíso del críquet. Llorábamos, el sonido de aquella maquinilla de peluquero, todavía en mis sueños, porque, una vez desprovistos de nuestras largas cabelleras, el poder mesiánico que residía en nosotros caería al suelo de la barbería. Y allí estábamos; éramos los sansones de la contracultura. Nos habían arrebatado todas nuestras potencias. Ya no formábamos parte de una comuna universal. Ya no teníamos nada que ver con los israelíes, ni con los palestinos, ni con los pakistaníes, ni con los coreanos, ni con Jim Morrison, ni con Joe Cocker, ni con Lennon. Nos habían arrebatado el atributo del universalismo y volvíamos a ser burgueses, mezquinos, individualistas. El que fuera insanamente envidioso volvería a serlo, el hipócrita regresaría a su hipocresía, el avaro a su avaricia, y yo… ¿Yo? Volvería a ser un portero sustituto de una selección que ocupaba los últimos puestos en el ranking de la FIFA, sería devuelto a los cauces de la mediocridad. Llorábamos porque éramos mártires de una causa, pero mártires al fin y al cabo.
Me fijé en Bangar. Era el único que mantenía la compostura, a excepción, desde luego, de Blaji, el rapado. Sin embargo, su expresión plana, fría, resultaba más descorazonada que el llanto de los demás, que el llanto de todos los otros, que el llanto de todos los hombres del mundo juntos, porque Bangar se limitaba a contemplar su cabello desplomándose en el suelo. ¿Puedo decir desplomándose? ¿Puede atribuirse al cabello, sustancia naturalmente liviana, una calidad plúmbea? Lo que sin duda se desploma era la ilusión. La ilusión, es liviana, pero al mismo tiempo, cuando su dirección es descendente, se convierte en una sustancia similar al plomo. Así que la ilusión es leve cuando asciende, pero grave cuando desciende, y por eso contradice la distinción aristotélica entre cuerpos graves y leves que el míster nos había explicado en tantas ocasiones, en aquellas extrañas charlas técnicas que nos regalaba. Lo que se desploma, al cabo, era el sueño de pertenecer a algo superior a nosotros, jugadores de poca monta: una comunidad universal de melenudos.
En algún momento de la noche se divulgó la fantasía de que los jugadores de las demás selecciones, en un arrebato de solidaridad entre melenudos, se cortarían también sus largas melenas. Pero no lo hicieron. En el fútbol no existe la solidaridad. Hay afinidades, simpatías circunstanciales (que duran lo que uno o dos campeonatos).
Porque mientras nosotros éramos esquilados, a los jugadores de las demás selecciones sus melenas no solo eran toleradas, si no aplaudidas. Hasta filmaban spots para la televisión promocionando firmas de champús y acondicionadores. Y con los años, llegada la década de los ochenta, y más aún en los noventa, el fútbol se iba a llenar de perillas, de tintas verdes, naranjas, azules, de rapados, de corte mohicanos, de trenzas, de peinados punk, de medias melenitas, de crestas, de patillas imposibles, de mechas, de champús y acondicionadores, de facturas millonarias en la peluquería. Porque el amor a la estética capilar ocultaría un mal mucho más profundo: el deseo de individualizarse, como si cada jugador se valiera de su peinado para afirmar su individualidad suprema, para llamar la atención del público propio, aunque también de los otros públicos, de los otros managers, de los otros clubes, del dinero. Desaparecería el sentimiento de pertenencia a una manada, o a un clan, a una religión, a una causa, convirtiendo a los jugadores en mercenarios. Sus cortes de pelo serían expresiones más o menos directas de su individualismo feroz. Entonces el sueño sí que habría terminado.
PEARL HARBOUR. La ceremonia de los himnos frente a Japón, el último rival de la primera ronda, mostró al continente la tristeza infinita de los ojos de Mahendra Bangar, ya sin su melena, con su selección matemáticamente eliminada del torneo.
Si admiten la grandeza que concede la melena en la hora de la derrota, piensen ahora en la de los vencedores. Recuerden a Mario Alberto Kempes en la final del Mundial de Argentina 78, su cabello flotando al viento mientras el matador abre los brazos de par en par, como si quisiera abrazar a todo sus compatriotas, como si quisiera volar, como si quisiera que el Estadio Monumental de Buenos Aires alzara el vuelo, que la Argentina alzara vuelo. Resulta imposible sustraerse a esa felicidad capaz de reconciliarnos con la vida. Salvo que se juegue en el bando contrario, claro.
En 1941, la Marina Imperial japonesa bombardeó Pearl Harbour. Y aquella tarde del 76, los jugadores de su selección de fútbol, todos ellos de pelo largo, nos hicieron trizas colocándonos un siete a cero incontestable. Nuestro portero titular recibió un rodillazo en el vientre tras el tercer tanto y solicitó el cambio al entrenador. Luego supimos que fingía. Y allí estaba yo, León Jeoomal, calentando a toda prisa, desprendiéndome del suéter y los pantalones de chándal, saltando al campo para encajar la goleada más humillante de toda la competición. Sentía el fantasma de mi melena ausente, sentía el viento en mi cuello como un escalofrío. Los cuatro goles que encajé los he parado en mi imaginación cientos de veces, por las noches.
Hice cuanto pude; acudí a las supersticiones de siempre (golpeé con la punta de la base de los postes, salté para colgarme del larguero, aplaudí continuamente con mis guantes para animar a los chicos, especialmente a Bangar, irreconocible sin su melena, que corría por el centro del campo como una oveja esquilada y agotada), pero nada pudo evitarme la vergüenza de recoger cuatro veces el balón del fondo de las mallas. Era como jugar dentro de un submarino torpedeado, un submarino que se iba inundando mientras los ojos del capitán se perdían, vacíos, en el horizonte.
Por supuesto, suponer que podríamos haber vencido el encuentro si Bangar hubiera conservado su melena no es más que una muestra de pensamiento supersticioso. Sin embargo, la tristeza de nuestra estrella, contagiada a todos, hizo imposible el logro de un resultado digno; no digo una victoria, pero hay un arco amplísimo de desenlaces posibles entre la victoria y la humillación absoluta. Tal vez no hubiéramos ganado ni aunque el partido se disputara cien veces, pero sin el peso de la desilusión sobre nuestras espaldas (y tomo prestadas las palabras del míster) nos hubiéramos despedido del torneo de otro modo, seguro. Porque los chicos parecían sin fondo, aplomados (ya se dijo cuánto pesa la desilusión). Esporádicamente recuperaban la energía para forzar una falta, y eso era todo.
Aquella misma madrugada volvimos a casa. En el aeropuerto, junto a la cinta del equipaje, los muchachos acordamos concentrarnos en la sede de la Federación e iniciar una huelga de hambre, en protesta por las actitudes de esta y del propio Gobierno, su desprecio a nuestra felicidad. Balaji rechazó la propuesta y, para sorpresa de todos, Bangar también. Nos despedimos de ambos con un apretón de manos. No recuerdo que dijeran nada.
La huelga (otra tontería de juventud, pero en aquella época todas las tonterías parecían tener sentido) se convirtió en una nueva derrota de nuestra causa. En un país en el que el críquet constituye el epicentro de casi todas las pasiones, un equipo de fútbol eliminado del campeonato continental tenía el peso específico de un quinteto de mariachis. Los periódicos reservaron la noticia (los que lo hicieron) una pequeña columna en las páginas de deportes. ¿Huelga de hambre en el país del hambre? El míster tenía razón: el infierno del fútbol no está hecho de esferas, ni siquiera de humillaciones, sino de ocasiones desperdiciadas, de pasado perfecto. Éramos eso, pudo pasado insignificante, cabello perdido, ilusiones desplomadas. No teníamos derecho a formar parte de la actualidad; más aún: no vivíamos en el ahora de los noticiarios, sino en los sótanos del ahora, en los bajos fondos de la actualidad.
Pero no fue solo nuestro combinado nacional lo que se desplomaba, no solo nosotros habíamos desaprovechado una ocasión. Era el fútbol entero el que, a los pocos años, desperdiciaría su oportunidad de congraciarse con la justicia, con los oprimidos, con el hambre. La causa de los melenudos, imprecisa, volátil, se evaporó a la lumbre del dinero, que es una causa mucho más grave al parecer. El fútbol se volvió individualista. Y lo que es peor: aprendió, sin incomodidad, con el horror. EN MÉXICO 86, MARADONA LE MARCABA un gol antológico a Bélgica mientras las madres de mayo seguían reivindicando justicia, o reparación, o memoria. Y mientras Camerún deslumbraba en el mundial del 90, en el corazón de África se preparaba la tragedia de los Grandes Lagos, empezaban a germinar las semillas, las rationes seminales de aquellos genocidios y oleadas de refugiados que el fútbol, con su fiesta multicolor, maquillaba ante los ojos occidentales. Si el cinismo es la capacidad de convivir con el horror, y hacerlo sin remordimiento, el fútbol se convirtió entonces en cinismo puro. Es una ley de la historia: con el tiempo, todo se vuelve cínico.
EL NAUFRAGIO. Bangar militó un par de años más en clubes del país, sin demasiada fortuna, a pesar de que volvió a dejarse crecer su cabellera. Yo abandoné el fútbol aquella misma temporada y me hice cargo de los negocios familiares. No volvimos a encontrarnos hasta el 95 o el 96, no recuerdo bien, cerca de Calcuta. Le sorprendió verme en silla de ruedas, cuando lo más sorprendente era, en realidad, su propio aspecto. Además de su melena, que ahora nacía alrededor de una calva que brillaba a la luz de una solitaria y sucia bombilla del techo, se había dejado crecer la barba hasta el vientre. Iba descalzo. Sus pies, los pies del goleador más enigmático que hayamos conocido, me parecieron de una fealdad descorazonadora. Doblaba los dedos hacia dentro para caminar y curvaba el empeine, como si no quisiera cortarse, pisar algo oxidado, o simplemente contaminarse con el suelo.
Su única compañía era un perro. Para jugar con él, le lanzaba un trozo de un balón viejo, un retal que, por supuesto, no rodaba. No era ni siquiera un resto de balón, sino apenas seis pentágonos que, milagrosamente, seguían unidos entre sí. Necesito creer que ese balón había sido importante para mi amigo, que tal vez marcó con él alguno de sus goles-copia, o goles-espejo, o goles-actualización de goles en potencia. El perro galopaba detrás de aquel fragmento de pasado con desesperación, como si aquello no fuera un juego, sino un naufragio en el que hubiera que salvar la mayor cantidad posible de objetos. Y es que el
aspecto de mi viejo amigo, de su universo, no era el de un intocable: era más bien el de un náufrago que hubiera conservado una docena de objetos del hundimiento y se aferrara a ellos con todo su espíritu, remendándolos, otorgándoles distintos usos, reciclándolos.
De hecho, conservaba algunos recortes de prensa en una caja de zapatos. Me emocionó ver de nuevo las viejas fotografías del equipo. Le quedaba algo de ginebra en una botella y la compartimos. No tenía vasos. Tampoco importaba demasiado. Habíamos sido compañeros de infortunio, mártires del fútbol en el reino pagano del críquet, caídos por la causa de los melenudos, como aquellos primeros cristianos que el imperio romano entregó a los leones. Le pregunté por aquellos goles suyos, si él era o no consciente de su condición de doble, y cuál era el auténtico sentido de su talento. Me dijo que no lo sabía, que los goles estaban ahí, que sencillamente había que verlos, que no los buscaba sino que los encontraba, o que eso le parecía ahora, después de tanto tiempo; y luego divagó sobre la memoria y la falta de memoria, y la vejez, y en qué consistía ser un viejo, y si él era uno, y por qué lo era, por qué se envejece, enlazando un asusto con otro hasta regresar al fútbol, deporte que, según concluyó, murió el día en que entró en un vestuario el primer secador de pelo.
Luego no dijimos mucho más, la verdad. Sustituimos el diálogo por un ejercicio de miradas bajas, asentamientos cómplices, manos en el hombro y la nuca. Y cuando dimos cuenta de la botella de ginebra, Bangar reconoció que la frase esa de la muerte del fútbol a manos de los secadores de pelo no era suya, sino de Alfredo di Stéfano. Bangar el copista, Bangar el jugador-espejo, seguía entregado a la pasión por la copia, consciente o inconsciente, gobernada por las semillas de la Creación o no. Sus goles eran copias de otros goles, sus sentencias también, pero ¿a quién copiaba en su pobreza extrema?
No volví a verlo. Aunque esta mañana me pareció que su espíritu se aparecía en un muchacho que jugaba descalzo sobre la tierra, un chico de largas melenas que se soñaba Bangar. En ese juego de espejos, en esa imitación del gran imitador, doble del doble, se cifra no solo mi asombro, sino también mi melancolía por toda una época, y por todo lo que podría haber sucedido entonces; la ocasión desperdiciada de que el fútbol se congraciara con la vida. Una posibilidad que nunca pasó de la potencia del acto.
Tomado de: Libro de Fútbol.
Escrito por: Mario Cuenca Sandoval.