Quantcast
Channel: Batallas Épicas
Viewing all 144 articles
Browse latest View live

Matar lo que se ama

$
0
0



"Y sin embargo cada hombre mata las cosas que ama, que lo oiga todo el mundo, unos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra halagadora, el cobarde lo hace con un beso, ¡el valiente con una espada!”
Oscar Wilde (1854-1900); de su poema “La balada de la cárcel de Reading” (1898).



No pueden ser más diferentes. Uno tenía un manejo exquisito de la palabra, fue un dandy, un aristócrata que disfrutó escandalizando a una sociedad pacata; se casó, tuvo dos hijos, no ocultó su homosexualidad y lo pagó caro: en 1895 fue condenado a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading, por “indecencia grave”. Fue un sublime escritor, poeta, dramaturgo. Murió pobre y olvidado, en París, a los 46 años.
El otro apenas balbucea frente a los micrófonos, es un chico sencillo de Rosario, se casó con su novia del barrio, tiene un hijo, no polemiza con nadie; sólo se muestra en la cancha, donde hace posible lo imposible, y en las publicidades. Gana fortunas. Su peor momento lo vivió hace un par de años, cuando lo criticaban por no cantar el Himno.
Sin embargo, Oscar Wilde y Lionel Messi son dos genios. El talento de Wilde será más sofisticado que el de Messi, aunque lo que hace ese duende inasible con la pelota es tan deslumbrante que sí, roza la genialidad.
Wilde escribió su Balada… en 1897, luego de cumplir su pena. Su título original era C.3.3, porque allí vivió su encierro: bloque C, piso 3, celda 3. Está dedicado a Charles Wooldridge, un soldado de la Guardia Real, ahorcado en la misma prisión el 7 de julio de 1896 por matar a su mujer en un rapto de locura. El caso y la ejecución lo afectaron de tal manera que escribió este texto bello y sombrío donde se obsesiona con una idea perturbadora: “…todos los hombres matan lo que aman”.
Recurro a Wilde en un desesperado intento por descifrar el incomprensible comportamiento del Barcelona –“Mes que un club”–, con su máxima estrella; un futbolista que, líder de una generación excepcional, ganó en tiempo récord 21 títulos, convirtió 327 goles, cedió 300 pases gol y humilló al Madrid, con sus planteles de ensueño, Mourinho y quien hoy sería, lejos, el número uno sin esa pulga maldita: Cristiano Ronaldo.
Fue un año atípico para Messi. Muchas lesiones; conflictos con Hacienda por impuestos impagos que fueron primera plana; giras con “equipos de amigos” jugando partidos benéficos en lugar de descansar; rumores que acusaban a Jorge, su padre, de usar esos amistosos “para lavar dinero del narcotráfico”. Si algo faltaba, llegó Javier Faus, el vice del Barça, y el 10 de diciembre, sutil como un rinoceronte suelto en una cristalería, declaró: “No veo ningún motivo para mejorar el contrato a un señor al que ya se lo mejoramos hace seis meses”.
“Señor”, llamó Faus a Messi. Qué bestia. Messi, que siempre fue Gandhi, se tomó diez días para contestarle, verde como Hulk: “El señor Faus es una persona que no sabe nada de fútbol; quiere manejar el Barcelona como una empresa, y no lo es”. Bien. Porque ahí está la clave. Marketing. Y un nombre: Neymar.
El garoto, manso, sin competir con la inalcanzable figura de Messi –firmó por 13 millones al año, 5 menos que Leo–, hace buena letra, mientras la prensa catalana más cercana a la dirigencia lo elogió hasta la desmesura mientras no jugó Messi. ¿Motivo? Es un crack. Lo que es obvio y demasiado inocente para ser el único motivo. Hay otros. Para empezar, éste: Neymar es modelo de Nike. Y Nike viste al Barcelona desde 1998, cuando, gracias a la hábil gestión de Sandro Rosell, su joven gerente de marketing –hoy presidente del club; el mundo es un pañuelo, ¿verdad?–, se cerraba un acuerdo que continúa vigente, sólido como una roca. Neymar será una mina de oro. Como Messi. Salvo que Messi… es de Adidas. ¡Ops! Que detalle.
Neymar llegó al Barça por monedas, si uno imagina su potencial rentabilidad. El Santos –socio en sus derechos federativos con las empresas DIS y Teisa– apenas recibió 17.100.000 euros, unos millones más por la opción de tres jugadores y dos amistosos. Y el toque exótico del acuerdo: ¡los 40 millones que cobró la sociedad N&N –presidida por papá Neymar– en concepto de “costes adicionales por derechos adquiridos e indemnizaciones”! Mmm… Un fallido homenaje a la metáfora.
Messi es el mejor negocio del mundo, mientras haga ganar al equipo. Por eso su indignación hizo entrar en pánico a Rosell, que le prometió un contrato de ensueño. En eso está, ahora. Sin embargo, en 2013, más de un miembro de su comisión notó que Messi, al fin y al cabo, es un ser humano y puede fallar. Y si los títulos son un objetivo, la rentabilidad es dogma de fe, según la Biblia Marketinera. Amén. Florentino Pérez no ganó tantos títulos pero llevó a lo más alto la marca Real Madrid. Y si el fútbol cada vez es menos deporte y más negocio, ¿cuál es el objetivo? ¿Ganar? ¿Ganar qué? ¿Ganar cuánto? Por eso, la filosa frase de Messi, dirigida a los socios: “Faus quiere manejar el club como una empresa, y no lo es”.
¿Es ridículo imaginar a Messi en el PSG parisino? Ya no. Porque Nasser Al-Khelaifi tiene los millones, y porque hay más de un catalán con cargo que piensa con el bolsillo y se pregunta: ¿cuánto más nos puede dar? ¿Habrá llegado a su techo? ¿Y si no tiene un gran Mundial? ¿No será el momento de hacerlo cash? Barcelona nunca dudó a la hora de darle salida a un “intocable”. De allí se fue un Maradona de 22 años, Ronaldo a los 21 y Romario, con 29. Messi tendrá 27 después del Mundial. Neymar, 22.

¿Quién matará a Dios, santo Nietzsche? ¿Se atreverán? El mejor de todos no es más que otro objeto al que le exprimirán hasta la última gota. No sorprende, pero desconsuela. Millones. El impiadoso juego detrás del juego, que todos aceptan jugar. Si se tratara de pura crueldad o un mal amor, tal vez Wilde diría algo irónico. Pero no es el caso.
Creo que le daría un poco de asco, como a mí.

Argentina V Polonia. 1978. De Kempes a Suárez, pasando por Maradona

$
0
0
Las manos más famosas de los mundiales. Mario Kempes (1987) Diego Maradona (1986) Luis Suárez (2010)



"El es un hombre que ha sentido y proporcionado mucho placer, pero al mismo tiempo es un hombre atrapado por la maquinaria del éxito, atrapado por las reglas del juego de una industria del espectáculo que obliga a ganar o ganar, y que prohíbe perder. Entonces, él padece en carne propia los valores del mundo actual, en el que el único pecado que no tiene redención es el fracaso.
Trabajó de Dios en los estadios  y ahora no puede resignarse a ocupar un lugar anónimo en la tribuna o a jugar por el puro placer lúdico en un campito cualquiera. 
Él se convirtió en un Dios sucio, el más humano de los dioses, pero los dioses, por muy humanos que sean,  no se jubilan"
Eduardo Galeano.



Por: Edwin Medina S.

Rosario, Provincia de Santa Fe. Copa del Mundo. 13 de junio de 1978. Argentina es superada en fútbol  por su rival, el cual estaba siendo liderada por Grzegorz Lato, el segundo polaco más famoso de la historia después de Rosa Luxemburgo.
Las opciones de gol más claras del partido son para la selección de Polonia. El gol era cuestión de tiempo para los camisas rojas.
Uno de los más temibles delanteros de fútbol de la época de los 70 y 80 Andrzej Szarmach ídolo del equipo francés Auxerre, se escapa por territorio oriental, entrándose en el área celeste es derribado por el defensor  Galván.  El polaco Kazimierz Deyna se dispone a cobrar el tiro libre. Sin tomar mucho impulso, con gran maestría y con excelente colocación, al mejor estilo de Maradona y su gol imposible frente a la Juventus en 1986. Deyna pone el balón al segundo palo, allí es cabeceado por Maculewicz, ya el arquero argentino fillol estaba vencido, entonces llegó una de las jugadas más recordadas de la historia de los mundiales.
 Mario Alberto Kempes, estrella y goleador del equipo argentino, estiró su brazo derecho, atrás de él únicamente estaba la red esperando a ser besada por el balón, pero Kempes lo evitó, atajó el balón y corrió con la suerte de no ser expulsado, ya que en aquel tiempo no existía la regla aquella del Último hombre y ni siquiera fue amonestado.  Los polacos merecían ir adelante en el marcador y así lo sabía Deyna, el cual se paró frente al balón para anotar, pero Fillol logró detener el disparó para continuar con el partido igualado a ceros. Los polacos se vinieron abajo anímicamente Pero la proeza de Mario no terminaría allí, Kempes anotaría dos magníficos goles en el partido para darle la victoria a la celeste. Los polacos no entendían su mala suerte. Se fueron derrotados del encuentro siendo más que su rival. Días después Kempes se coronaría goleador del Mundial y Argentina sería campeona del mundo.
  ¿Qué hubiese pasado si Kempes no evita aquel gol con la mano cuando el partido estaba igualado?

32 años después. 2 de julio de 2010. Sudáfrica. Copa del Mundo. Cuartos de Final. Uruguay y Ghana buscan el pase a semifinales.  Al minuto 45 una de las figuras del equipo africano Sulley Muntari saca un zurdazo imposible de atajar para el portero uruguayo Muslera y anota el primer gol del encuentro. Diez minutos después el capitán celeste Diego Forlán anota una joya de gol y empata la batalla. Así culminaría el  choque en los 90 minutos. Ya en el tiempo extra, los africanos tienen las mejores opciones de gol. En el último suspiro del encuentro en el minuto 120, Ghana tiene un tiro libre a favor, el balón es lanzado al área uruguaya, pasa de todo, nadie logra controlar el esférico, Muslera ya está vencido, el delantero Dominic Adiyiah logra cabecear el balón y Luis Suárez no tiene otra opción que estirar su brazo derecho y evitar el gol con la mano. El juez del encuentro expulsa a Suaréz  por último recurso y por supuesto otorga penal para los Ghaneses. El encargado de cobrar es Asamoah Gyan, éste, patea con mucha furia y el balón sale muy afuera, lejos del arco. 
Gyan llora, Suaréz celebra. Su viveza le da vida a Uruguay. 
Luego llegarían los lanzamientos desde los doce pasos para definir al ganador. Allí los suramericanos logran imponerse por 4 a 2 frente a unos Ghaneses que no asimilaban nunca el penal errado en el último suspiro. 
Con el espíritu de Obdulio la celeste logra meterse después de 40 años nuevamente a una semifinal de un Mundial de fútbol.

1986. 22 de junio. Estadio Azteca. México. Copa mundo. Cuartos de Final. Argentina enfrenta a Inglaterra. Al minuto 52 del encuentro Diego Maradona anota el gol más polémico de la historia de los mundiales. El Pelusa toma el balón en el medio campo, éste, parecía atado a su botín izquierdo, dejando rivales desparramados con su slalom veloz Diego se la toca a Valdano y el balón vuelve hacía él. Peter Shilton sale estrepitosamente a tomar el esférico pero Maradona muy vivazmente eleva al cielo su puño izquierdo y logra anotar.
 Aquella imagen se tatúo en mi mente al igual que muchas otras, como  la de Jhonny Rotten cantando “God Save the Queen” mientras navegaba en el Támesis el mismo día que se celebraba el desfile local en honor a la Reina. O el puño en alto de Nadezhda Tolokónnikova con la camiseta de “No Pasarán” justo antes que la condenaran a prisión. Y el precioso discurso final de Charles Chaplin en su primera película sonora, su obra maestra “El gran dictador”. Entre otras más.
Luego de aquel polémico gol. Llegaría El gol del Siglo y después la obtención de la Copa del Mundo 1986.
 Un deporte en el que se prohíbe jugar con las manos tiene muchas historias sublimes que contar, gracias a esos rebeldes que se negaron a seguir las aburridas y controladoras reglas para convertirse por un momento en dioses sucios del terreno de juego.



Atlético Madrid Vs Athletic Bilbao. 2012. La victoria, la derrota y la sonrisa del necio

$
0
0
Marcelo Bielsa

"Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.”De su novela corta ‘Worstward Ho’ (de 1983); Samuel Beckett (1906-1989)

Cuando era un cronista veinteañero siempre pedía cubrir las guerras. Por impulso juvenil, claro, y para ver si así, regresando con cierta aura heroica, podía mejorar mi magra performance con las mujeres. Afganistán, Nicaragua, El Salvador, el Ulster… Me divertí, viajé, escribí buenas historias, pero de minas ni hablar, muchachos. Años más tarde descubrí lo equivocado que estaba cuando una amiga, con una de esas clásicas sonrisas perdonavidas tan femeninas, me reveló: “Es con menos, Asch. Entérate”. Ah.
Recordé esa frase mientras veía a los vecinos pobres del Real Madrid y a los vasquitos de Bielsa jugar la final de la Europa League; un torneo clase B si quieren, pero continental al fin. Jugaron un partidazo donde hubo más virtud y entrega que falso oropel. Por fin Hollywood cambió el final obvio y los dos superhéroes deberán conformarse con títulos de cabotaje. La Liga para el Madrid y la Copa del Rey para el Barcelona.
Bielsa no cae simpático. Es así. Anda por la vida con esos espantosos joggings, habla como si ensayara canto gregoriano; no da notas, huye de los flashes, de las suites de lujo y los saludos de presidentes conservadores o de futuros monarcas; a veces por convicción, otras por pura distracción, vaya uno a saber. Es medio loco, se ve, y se ganó la antipatía de más de uno, que ahora aprovecha los tres goles que se comió y se ensaña. Le recuerdan la final de la Libertadores perdida con Newell’s, su regreso en primera ronda del Mundial 2002, se burlan de su caminar torpe y nervioso durante los partidos, de su exótica pose en cuclillas, en fin… Lo destrozan.
La semana pasada vi en la tele cómo el colega Eduardo Feinmann se moría de la risa mientras repetía algunas de sus frases, extractadas de una charla que dio en el Colegio Sagrado Corazón de Rosario para chicos de entre 13 y 17 años. Dijo que era algo así como un “Perfecto Manual del Perdedor” y se compadeció de la suerte del pobre alumnado. Ahá. Enterémonos ahora que cosa desopilante dijo. Fue esto:

“Los momentos de mi vida en los que yo he crecido, tienen que ver con los fracasos; los momentos de mi vida en los que yo he empeorado, tienen que ver con el éxito. El éxito es deformante. Relaja, engaña, nos vuelve peores, nos ayuda a enamorarnos excesivamente de nosotros mismos. El fracaso es todo lo contrario: es formativo, nos vuelve más sólidos, nos acerca a las convicciones, nos vuelve coherentes. Si bien competimos para ganar, y yo trabajo siempre para ganar cuando compito, si no distinguiera qué es lo realmente formativo y qué es secundario, me estaría equivocando mucho.”

Feinmann, cebado, seguía riéndose mientras yo, ya distraído, pensaba si los necios, como los tontos o los ignorantes, acaso no disfruten –maldito sea– del envidiable privilegio de la felicidad. Quién sabe, ¿no?
Comparto cada palabra de Bielsa. Que –estoy seguro– igual debe haberse ido furioso por la derrota y seguro sentirá la misma bronca cuando sus vascos no puedan –salvo milagro– con el último Barça de Pep. Como él, desconfío de la coreografía del éxito; esas ronditas, la copa en alto, el champagne, los papelitos de colores, los fuegos artificiales. Es en la derrota cuando uno crece. Aprende. Descubre de qué madera está hecho. Superar dignamente una dura caída no es para cualquiera. Y elaborar un pensamiento más allá de lo obvio, ni te cuento.
Bielsa plantea un juego vertical, ofensivo, vertiginoso. Me gusta su estilo, aunque confesaré –como el diputado Jorge Rivas cuando alguna vez lo consultaron sobre Kirchner– que lo que más me acerca a él… son sus enemigos.
Sabía que terminaría siendo injusto con Simeone, el brillante campeón, y que aún en la derrota me encandilaría con Bielsa y el fenómeno que generó en Bilbao, allí donde sólo juegan vascos. Amo a esos pueblos tercos, duros, orgullosos de su historia. Los vascos son como esas enormes rocas que levantaba Urtaín, un heavyweight de la época de Bonavena. Me recuerdan más a los irlandeses –que hace siete siglos luchan por su tierra–, que a los catalanes, sofisticados, buenos negociadores; más europeos.
Simeone es la antítesis de Bielsa. Tiene físico de atleta, usa trajes Armani para dirigir y se mueve a los saltos, como la reencarnación de Nijisnki. Tampoco cae simpático, pero por otras razones. Demasiada exposición, tapas de revistas del corazón, esas cosas.
Dejó de jugar en 2006 y al día siguiente agarró Racing, un fierro caliente. Arrancó mal y justo cuando levantaba vuelo, lo cambiaron por la estatua de Merlo. Ay. Enseguida fue campeón con Estudiantes, aunque todos, obvio, hablaban de Verón. Fue el último técnico que le dio un título a River, pero sólo le recuerdan su último puesto. Salvó al Catania del descenso, pero eso fue un picnic si lo comparamos con la hazaña de dejar a este plantel de cristal que aún tiene Racing segundo de Boca, con dos derrotas y ocho goles en contra en 19 partidos. ¡Milagro!
Esta vez tuvo a un Falcao genial, es cierto. Pero planificó el partido de manera brillante. Sorprendió presionándolos de entrada, consiguió la ventaja y supo cuidarla. Diego no es el fenómeno que todos imaginaban cuando era el compinche de Neymar en Santos, pero es un jugador fino, inteligente. Marcó la diferencia.
Ganó Simeone, chicos del Sagrado Corazón. Es campeón de la Europa League. Wow. ¿Y saben por qué? Porque fue el mejor. Y porque antes supo aprender de sus malos momentos, cuando decían que no servía.

Lo que enseñan los fracasos, ¿recuerdan? Eso que les contaba Bielsa, aquel día.



Man United Vs Liverpool.2014. "I have a dream"

$
0
0
Steven Gerrard, Luis Suárez, Daniel Sturridge


Por: Edwin Medina 


"Cuando esté moribundo no me lleves al hospital, llévame a Anfield, ahí nací y ahí moriré".
Steven Gerrard.


Todos en New York le veneran y le respetan. Todo gira en torno a él. Los favores que ha realizado Vito Corleone a poderosos y humildes residentes de Long Island lo convierten en el ser más importante de toda la ciudad. 
Políticos, periodistas, policías, comerciantes, panaderos, carniceros, etc. Todos están bajo su mando. Desde las tareas más cómodas, hasta las más difíciles, han pasado por las manos del señor Corleone y su gente. 
El Don hace como suyos los problemas de los otros y no se concede descanso hasta hallarles solución. ¿Cuál era su premio? La amistad y el respeto, que para él, son más importantes que un fajo de billetes.
Vito Corleone, ese gran hombre, no le temía a nada, excepto a Luca Brasi. Aquel Siciliano era capaz de asustar al mismísimo diablo. Luca Brasi era de baja estatura, cuadrado y de expresión siniestra en su rostro, su sola presencia llenaba de intranquilidad cualquier ambiente. Cuando Luca se alejaba de la vista del Don, éste lanzaba un suspiro de alivio, aquel era el único hombre sobre la tierra capaz de ponerlo nervioso. 
Luca Brasi era el hombre más temido de los bajos fondos del Este, era terrible, Corleone no lo nombraba jamás, pero sabía que era el mejor de sus hombres, por ende, siempre le encomendaba las tareas más complicadas. Lo que Heracles fue pasa Euristeo o Zeus, Luca Brasi lo fue para Vito Corleone.
Todos los clubes de fútbol en el planeta tierra, por más poderosos que sean, tienen a  su Luca Brasi. Los Luca Brasi son esos equipos que mortifican la existencia del rival, que acechan, que están ahí con la única misión de no dejar  tranquilo a su némesis. Listos a quitar un largo invicto, quitar un título o  golear en la casa del competidor más odiado. 
El equipo más poderoso de Inglaterra y más ganador de la Liga Inglesa, el Manchester United, tiene a su Luca Brasi expresado en el Liverpool  FC. 
Ni sus vecinos azules del City, ni los petrodólares del Chelsea, ni la clase e historia del Arsenal llegan al nivel de provocar tanta irritación al United como lo logran los rojos de Anfield.
Hasta la fecha Liverpool ha ganado 18 veces la Liga Inglesa, pero desde 1990 no consigue ganar el máximo título del fútbol inglés. Pero esa maldición puede acabar en poco, A falta de 5 fechas para culminar la Premier League 2013-2014. El conjunto de Anfield es líder y depende solamente de sí mismo  para ser nuevamente el mejor de Inglaterra.  
Al contrario, su vecino, el Manchester United hace una muy regular campaña, y solamente le resta “amargarle” el presente al Liverpool para no dejarlo gritar campeón.
Bajo esta idea, el 16 marzo de 2014 el Manchester recibió a su eterno rival,  el único club de todo el Reino Unido capaz de hacerlo sufrir más de la cuenta durante toda la historia del fútbol inglés saltaba al terreno de Old Trafford. “Teatro de los sueños” en una versión más del clásico de Inglaterra.
Al minuto 34, un inexperto Rafael, lateral del los locales, intentó arrebatarle el balón al crack uruguayo Luis Suárez, éste, con un movimiento hábil, enganchó con su pie derecho y la esférica golpeó en el brazo del brasilero. El juez concedió penal para los visitantes.
El penal no podía ser lanzado por otro que no fuera el eterno y amado capitán rojo Steven Gerrard. A media altura y con potencia lanzó la bala blanca, ya De Gea, se había jugado al otro costado, el balón con potencia tocó la malla, uno a cero para el equipo de Anfield.
 Al minuto 46. Un torpe P. Jones embistió por la espalda al medio-campista del Liverpool J. Allen, este cayó y el árbitro pitó penal nuevamente. Gerrard nuevamente no falló. dos a cero vencen los visitantes. Todo mal para los locales, nada les ha salido bien desde la etapa post-Ferguson.
Ya, en el epílogo del encuentro Luis Suárez, un delantero que lo hace todo, y todo lo hace bien, anotó un golazo para poner el resultado tres goles a cero. Humillación total para los locales que perdieron los dos clásicos de la temporada con su archirrival. 
 Cuando terminó la batalla, los periodistas buscaron a la figura del encuentro, Gerrard, por supuesto, al preguntarle por el partido, Steven dijo: “Tenemos un sueño” Gerrard prosiguió respondiendo a las preguntas de los reporteros. Pero esa frase me quedó retumbando, la frase del capitán, encapsula todo el amor y deseo de una afición.

“I have a dream” Dijo Martin Luther King el 28 de agosto de 1963 en la Marcha a Washington en uno de los discursos más importantes del siglo XX en pro de los derechos civiles. Algo similar en el Teatro de los sueños, casa de su némesis, dijo Steven Gerrard capitán de los rojos de Anfield. Y no es cualquier frase, esta resume lo que se está viviendo por estos días en el Noreste de Inglaterra. 
Steven Gerrard surgió de las inferiores del Liverpool FC. Nunca ha vestido la camiseta de otro club, y éso, en estos tiempos de sueldos escandalosos y estrafalarios en un fútbol moderno regido por los petrodólares es una gran muestra de amor a su Liverpool. 
Su potencia física, su posicionamiento táctico, su elegancia, rudeza y liderazgo le han dado la titularidad desde el día de su debut. Fue a los 18 años,  en 1998.
 Con el Liverpool ha ganado dos Copas Inglesas, la primera en 2001 la segunda en 2006. La Supercopa Inglesa, en 2001 y 2006. La Copa UEFA en 2001. Dos Supercopas Europeas en 2001 y 2006. Y su máximo logro con el Liverpool fue haber ganado la Champions League 2005. 
Pero Steven Gerrard no ha ganado aún la Liga Inglesa, La Premier League ha sido esquiva para los reds desde hace más de 20 años. Una eternidad, para un equipo grande.
Ahora a la edad de 34 años, el gran capitán sabe que tal vez sea su última opción de levantar la Premier. Difícilmente, vuelva a tener a un compañero como Luis Suárez, el charrúa siempre está en modo "On Fire", es valiente, gallardo, veloz, encarador, pícaro, goleador. Pocos como él en el mundo del fútbol.  Otro baluarte importante para conseguir el sueño es el inglés Daniel Sturridge, nacido en Birmingham, pero parece más un rapero de Brooklyn, su corte de cabello, sus gestos, su baile al celebrar un gol y su forma de caminar, lo hacer ver como un personaje caricaturesco, pero también es veloz, técnico y goleador.
Steven Gerrard, Nadie más, sólo él puede llevar la bandera del “I HAVE A DREAM” a falta de pocas jornadas Liverpool puede convertir la utopía en realidad, de no lograr el tan ansiado título de Premier League, los fervorosos hinchas del Liverpool seguirán acompañando y alentando, recordemos que son los hinchas del You Never Walk Alone. Nunca caminarás solo. Una de las frases más lindas puestas en un escudo de fútbol.





Real Madrid VS Atlético Madrid. 2014. Un perdedor colosal.

$
0
0



"Y entonces, descubrí al Aleti. Un club insólito, tragicómico, adorable, hecho a la medida de mi melancolía académica. Fue por un aviso de televisión. Plano del edificio Metrópolis, en Gran Vía y Alcalá; la cámara que desciende hasta rozar el asfalto; vuela una alcantarilla y se dispara un balón plateado; dos manos que se aferran y, poco a poco, se asoma una cabeza desde la sombra del hueco. Y una frase: “Ya estamos aquí”. Era el Mono Burgos, que atajaba en el Atlético de Madrid recién ascendido luego de pasar dos años en el infierno de la Segunda. Irresistible. Los empecé a seguir, mientras veía, absorto, cómo el gordo Ronaldo tocaba dos pelotas por partido y metía tres goles."

Por Hugo Asch.


La  mejor Rocky es la primera, cuando pierde; pero después gana el Oscar y la saga infinita, innecesaria. Lo del Aleti de Simeone fue tan conmovedor como la única película decente de Stallone. ¿Cuántos eran? ¿Doce, como los Doce del Patíbulo de Lee Marvin? ¿Se fue de verdad Diego Costa a los cinco minutos? ¿Cuántos entraron por él? ¿Cómo pudieron ellos, los del montón, contra estos galácticos, con Cristiano Ronaldo, Bale y todas sus estrellas? Más de 500 millones de presupuesto contra sólo 120. Es un milagro esta campaña del Cholo. O dos.
Se lo vio tenso a Ancelotti, en la conferencia de prensa previa. Para él era todo o nada, la gloria o Devoto. Por nombres, su equipo estaba dos goles arriba. Pero el invicto en la Champions era el Atlético de Madrid, que venía de eliminar a cuatro ex campeones al hilo: Porto, Milan, Barcelona y Chelsea. No era el rival más cómodo para un Madrid que se sintió muy cómodo esperando al Bayern de Pep, para después liquidarlo de contra, aprovechando los espacios. Y vaya si no lo fue. Lo ganó sobre la hora, desesperado, a puro centro y con el salvaje de Sergio Ramos en las dos áreas, definiendo. El aristócrata sufrió como un plebeyo. A veces pasa.
Di María es George Harrison. Condenado a jugar siempre con Lennon y McCartney –Cristiano en el Madrid, Messi en la Selección– aceptó su segundo plano y se esforzó para meter sus temas, igual. En Lisboa hizo un trabajo descomunal. El empate fue todo de él, aunque Bale –con la mira torcida todo el partido– justificó con ese cabezazo los millones que costó su pase. Hace unos meses, harto de Mourinho y la indiferencia de un público que no lo tenía entre sus preferidos, estuvo a punto de irse al Mónaco. Mantenerlo, encontrarle una posición detrás del tridente Bale-Benzema-Cristiano fue un gran acierto de Ancelotti. Que, con paciencia, fue arreglando un vestuario difícil, desquiciado por un Mou siempre al borde del ataque de nervios.
Di María entonces: y Ramos. Algo de Isco; y Marcelo, que entró y le dio más profundidad a un Madrid partido en dos por los valientes partisanos de Simeone. Cristiano Ronaldo y Bale ausentes hasta el agónico final, donde igual se robaron lo flashes. Extrañamente errático Casillas, Benzema casi sin tocarla y muy flojo Khedira, que volvía luego de estar cinco meses parado por lesión. Ancelotti había pensado en Illarramendi para reemplazar al suspendido Xabi Alonso. Lo anunció, incluso. Pero lo dejó afuera. Mal trago para el vasquito que el Madrid le compró a la Real Sociedad por 30 millones. Fue el gran incendiado de la final.
La historia puede ser cruel, a veces. Hace 40 años, en Bruselas, el viejo Aleti del Toto Lorenzo estaba por ganar la copa y el Bayern de Beckenbauer se lo empató en el minuto final del alargue, con gol de Schwarzenbeck, su central. Sí: sobre la hora, y con gol de un central. Que obligó a un nuevo partido que terminó… 4 a 0 en contra. Cuatro. Justo.Como un maldito espejo, la película volvió a repetirse.
Aquella final perdida instaló la leyenda del “pupas”, el equipo que siempre pierde. Simeone, símbolo de la última alegría, el doblete Liga y Copa de 1996, llegó en diciembre de 2011 para salvarlos del descenso. Y en dos años y medio, cambió la historia. Con Falcao primero, y luego sin él: con un equipo sin grandes nombres, ganó cuatro títulos: Europa League, Supercopa de Europa, Copa del Rey y la Liga. Y sin haber perdido nunca una final, puso el pie en Lisboa. El último partido de la Champions.
Estuvo a un minuto de ganarla, con un equipo que dejó todo y se quedó vacío. Sus forofos se lo agradecieron en el estadio Da Luz, cantando, orgullosos, pese a los goles. Esta vez, el vecino rico no se las vio tan fácil. La gesta del Aleti de Simeone hará historia, como la Holanda derrotada por Alemania en el Mundial de 1974.
Quien se pierde en su pasión, pierde menos que el que pierde la pasión, decía Kierkegaard. Eso, exactamente, hizo el Cholo y su banda de terráqueos en un cielo ajeno. Perderse en su pasión. Consumirse en el deseo, la voluntad, las ganas.
Esos tipos nunca se van derrotados. Sépanlo, muchachos.


Argentina Vs Alemania. 2014. Schurrle gambeteó, Gotze vacunó

$
0
0
Mario Gotza y sus compañeros celebrando el gol del triunfo.

"El fútbol es la continuación de la guerra por otros medios".
George Orwell.


Por: Edwin Medina.


Israel preparaba una nueva ofensiva bélica contra Palestina. Pulp Fiction (Tiempos violentos en Latinoamérica) la primera gran pieza cinematográfica de Quentin Tarantino cumplía 20 años de su presentación en el Festival de Cannes; También cumplía 20 años la primera aparición pública del Comandante Marcos en Chiapas. En el país más amnésico de América Latina se reelegía como presidente al otrora Ministro de Defensa Juan Manuel Santos, salpicado en aquel entonces por el escándalo de los Falsos Positivos. Se cumplían también 20 años del asesinato del futbolista Andrés Escobar. Bajo miles de protestas en Brasil y en el mundo, se disputaba a la izquierda del mundo el vigésimo mundial de fútbol Brasil 2014.

Siempre me ha gustado estar aislado de la masa, de la muchedumbre, del gentío. Lo mío es estar detrás del telón, me agrada huir del aplauso masivo, de los flashes, del confeti, siempre he sido gustoso de pasar lo más desapercibido posible. No quiero que se me malinterprete, no soy  un sujeto asocial, ni crean que soy como Juan Pablo Castel, protagonista de El Túnel de Ernesto Sábato, el cual no gustaba de estar en playas, bares, y todo lugar donde hubiese una pequeña reunión de seres humanos. No, no soy así, de hecho, me gusta estar con los míos, con pocos eso sí, reunirme con ellos, conversar, y entre risas y botellas pasar un rato agradable. Los partidos de fútbol que para mí son importantes, siempre me ha agradado verlos solo, en mi órbita llena de paz y tranquilidad. Pero los encuentros de Brasil 2014 por cuestiones laborales me fue imposible verlo en solitario. Me uní en contra de mi voluntad a la muchedumbre, tuve que aguantar ese irritante cántico que dice: “Si se puede”, “Si se puede”. En la calle, vi en primera fila peleas, discusiones absurdas sobre el balompié, escuché frases estúpidas y cargadas de xenofobia, y tuve que aguantar personas que únicamente ven el fútbol como excusa para emborracharse, y poco saben de éste magno deporte. Es una lástima, este es el último gran mundial que veré, los próximos en Rusia y Qatar respectivamente fueron vendidos a los petrodólares por parte de Blatter, los mundiales en países no futboleros siempre han sido decepcionantes. No pude disfrutar del mundial como quería, pero aquí están algunos partidos que valen la pena a mi modo de ver resaltar.

Italia Vs Uruguay: Entre el cabezazo de Zidane y el cabezazo de Godín

Fabio Cannavaro levantó la Copa del Mundo en el mundial 2006. Después,  todo ha salido mal para la selección de Italia, eliminados por España en Cuartos de Final de la Euro 2008, luego se fueron con más pena que gloria de la Copa Confederaciones 2009, jugaron el peor mundial de la historia en Sudáfrica 2010 al ser eliminados en primera ronda y terminar últimos de su grupo ante rivales de menor envergadura como Nueva Zelanda, Eslovaquia y Paraguay, y en la Euro 2012, fueron vencidos y goleados en la final por la generación de oro española cuatro tantos contra uno.
Con este prontuario de fracasos futbolísticos post cabezazo de Zidane, llegaba a Brasil la selección Azzurra. Los dirigidos por Cesare Prandelli querían cambiar la historia reciente. Su andar en Brasil 2014 comenzó con un triunfo frente a la selección inglesa, en su segunda presentación sufrió una  dura derrota ante la sorprendente Costa Rica, esto dejaba a los italianos frente a frente contra los uruguayos en el último encuentro por un único cupo a la siguiente ronda.
Por otro lado llegaba la selección celeste. La cual debutó con derrota ante Los Ticos y empató ante Inglaterra a dos tantos.
“Los uruguayos nacimos gritando gol” decía Eduardo Galeano, frase bastante cierta, y lo es aún más cuando pensamos en su número nueve: Luis Suárez: Veloz, audaz, osado, valiente y peligroso; Fue goleador de la última temporada en el fútbol inglés, estuvo cerca de ganar la Premier League, pero no le fue posible, faltando dos fechas para el final del torneo se le escapó. El charrúa buscaba su revancha, él y toda Uruguay quería repetir la gran gesta de Obdulio Varela hace ya medio siglo también en tierra brasilera.
Era el 24 de junio. Estadio Das Dunas. Uruguay venció fiel a su estilo de garra por la mínima diferencia a Italia. El único gol de la batalla no lo anotó el goleador Luis Suárez como todos creíamos. En el minuto 81 el capitán charrúa Diego Godín con un gran salto y una soberbia embestida anotó el único gol del encuentro, fue una temporada casi perfecta para el central uruguayo campeón de la Liga Española con el Atlético Madrid también con un gol anotado por él en el Cam Nou.
Entre el cabezazo de Zidane y el cabezazo de Godín  sólo ha habido derrotas y humillaciones futbolísticas para los italianos, los cuales nunca en la historia se habían ido de dos mundiales seguidos en primera ronda. Mientras tanto los uruguayos fueron víctimas de una injusta sanción de la FIFA,  su goleador Suárez fue sancionado con 4 meses sin poder jugar ni entrenar por un mordisco al central italiano Chiellini. Luego, huérfanos de rebeldía los uruguayos sin Luis Suaréz fueron derrotados ante Colombia en los Octavos de Final.

Inglaterra Vs Uruguay: El capitán abatido

El capitán de una selección la cual tiene un escudo con tres leones en el pecho debe cumplir con varias condiciones, debe ser: Valiente, gallardo, airoso, guerrero, inteligente. Dichas condiciones las tiene Steven Gerrard, el cual fue capitán de los ingleses, pero dichas habilidades no fueron expuestas por él en el césped de Brasil 2014.
Gerrard no quería estar allí, aún se le veía decaído por lo sucedido meses atrás con su querido Liverpool. Steven quería estar en casa con su amada y con sus hijos, no quería saber nada de fútbol, éste le dio un golpe bastante fuerte del cual no se repondrá él ni los seguidores del equipo de Anfield Road. Gerrard estuvo a punto de conquistar la gesta que desde hace 24 años le es esquiva al Liverpool: Ser campeón del fútbol inglés. Aquella fatídica tarde el Liverpool enfrentaba al Chelsea, el cual jugó con suplentes, Steven Gerrard estaba casi en la mitad del campo, era el último hombre, detrás de él, sólo se encontraba su compañero, el portero Belga Mignolet. Entonces Gerrard recibió un pase, corrió a recepcionarlo, pero resbaló, cuando intentó ponerse en pie ya era tarde, el balón había sido tomado por el delantero del Chelsea, el cual en línea recta se fue camino al gol y anotó. Liverpool terminaría perdiendo aquel partido y también perdería la Liga Inglesa. Steven Gerrard, justo él, el alma del Liverpool, cometió el error más grande de su carrera futbolística. Después de este hecho el capitán no se pudo reponer, esto se notó bastante en el terreno de juego, el equipo de los tres leones logró tan sólo un punto de nueve posibles, fue el peor mundial de la historia para Inglaterra y fue el último mundial de su capitán Steven Gerrard.

Brasil Vs Colombia: El caos pasó por aquí

Brasil fue una desorganización, una anarquía total futbolística y socialmente antes y durante el mundial. Los jugadores brasileños siempre estuvieron tensos, el peso que le correspondía cargar a los políticos fue traspasado a los ídolos del pueblo, ellos, los futbolistas, debían con sus goles y gambetas apaciguar las huelgas y el ambiente hostil que había alrededor de los estadios. En las calles hubo más policías y fuerzas de seguridad que hinchas, la represión estuvo siempre presente. Blatter astuto como siempre se escondió, sólo apareció hasta la final para entregar los premios, la presidenta Dilma Rousseff era abucheada cada vez que aparecía en público. Por ende, los jugadores eran los únicos que el pueblo admitía a escuchar y ver.

Thiago Silva, David Luiz, Neymar, Dani Alves, ellos se convirtieron en la panacea brasilera ante la pobreza, falta de hospitales, escuelas y mejor calidad de vida. Demasiado peso para unos deportistas acostumbrados a la vida cosmopolitan, a los autos de lujo, al Dolce Gabbana, a las playas y clubes privados.
En el césped, Brasil jugó solamente bien contra Colombia, los demás partidos que disputó en el certamen fueron mediocres. Ante los cafeteros Brasil salió con una actitud avasalladora, en los primeros minutos se puso arriba en el marcador con gol de su capitán Thiago Silva. Los dirigidos por Scolari continuaron generando opciones claras de gol, el marcador debió haber sido mucho más amplío, pero el arquero colombiano David Ospina no lo permitió. Ya, en el segundo tiempo, los asistentes al estadio Mineirao fueron testigos de uno de los mejores goles del certamen, David Luiz anotó un excelso gol de tiro libre, luego, James Rodríguez descontó de penal. Así con marcador de 2-1 culminaría el encuentro. Luego, 5 días después, llegaría la peor tragedia futbolística de Brasil en toda la historia, Alemania lo vencería por 7-1.
Al final del encuentro un periodista preguntó a James Rodríguez: -¿Por qué las lágrimas? El diez colombiano respondió – “Porque yo siento esto como un hijuemadre”.  Su respuesta me quedó retumbando en mi cabeza, nunca había escuchado a un jugador colombiano que sintiera el fútbol con tanta pasión.
Pero es normal que James sienta el fútbol con tanto fervor, él, Radamel Falcao, y Mario Yepes  desde muy jóvenes fueron al fútbol argentino, allí, muy chicos, adoptaron nociones culturales propias del balompié gaucho, la rebeldía, y el amor propio, por citar algunas. Al sur de nuestra América el fútbol es diferente a cómo se vive en el país colombiano. Igualmente se le enseñó a nuestros  mejores jugadores en los últimos tiempos que a los mundiales no se va a participar si no a ganar, o por lo menos a dejarlo todo en la cancha, contrario a lo que pensaba el técnico "Bolillo" Gómez, el cual previo al mundial Francia 98 cuando dirigía a la selección Colombia dijo que íbamos a “aprender”.  José Néstor Pékerman  también tuvo que ver y bastante en este resurgir mental del futbolista colombiano, sin él, hubiese sido imposible.

Holanda Vs España: La generación dorada y la zurda de Robben

La mayoría de jugadores de la generación de oro de la selección española eran jugadores del FC Barcelona, Piqué, Puyol, Jordi Alba, Sergio Busquets, Xavi, Iniesta, David Villa y Pedro. Ellos fueron principales participes de los títulos que consiguió el fútbol español en Europa y el mundo. Estos jugadores ganaron la Euro 2008, la Champions League 2009, la Copa Mundo Sudáfrica 2010, nuevamente la Champions League 2011, y la Euro 2012. Increíblemente ninguno de ellos ganó el Balón de Oro de FIFA. Pero el paso del tiempo y la cantidad absurda de partidos que se juega por temporada terminarían por desgastar las piernas de los habilidosos jugadores españoles.
 El debut de La Roja en Brasil 2014 sería ante un viejo conocido, Louis Van Gaal, técnico holandés, un viejo zorro que conoce el fútbol como pocos, él, conocía de antemano el estilo de juego de España, Van Gaal dirigió por mucho tiempo al FC Barcelona, cuando Xavi e Iniesta estaban dando apenas sus primeras muestras de talento.
España comenzó muy bien el partido y se puso adelante en el marcador con un penal inexistente convertido por Xavi Alonso. Después todo fue un monólogo por parte de la selección holandesa. Robben tomaba el balón y se escabullía, era imposible pararle, Piqué quedaba en ridículo y Ramos se veía lento y pesado al lado del veloz tulipán holandés. Así llegó uno y otro y otro gol para Holanda, parecía como si hubiésemos vuelto a los años 70 cuando el Ajax de Cruyff y La Naranja Mecánica de Rinus Michel maravillaban al mundo del fútbol, con su toque vertiginoso y preciso. Al final un 5-1 a favor de Holanda dejó anímicamente destruida a la selección de Vicente del Bosque. Luego Holanda llegaría a semifinales jugando un gran fútbol, como siempre, pero España no corrió con la misma suerte y se fue eliminada en primera ronda en un mundial para el olvido.


Argentina Vs Alemania: Schurrle gambeteó, Gotze vacunó

Siempre me han gustado los cánticos barristas provenientes del sur, me parecen canciones llenas de mucha creatividad, pero el tema que cantaron una y otra vez los argentinos en Brasil 2014 me pareció bastante prepotente. El tema decía así:
 “Brasil, decime que se siente, tener en casa a tu papá, te juro que aunque pasen los años, no lo vamos a olvidar, que el Diego te gambeteó que el Cani vacunó, estás llorando desde Italia hasta hoy”.

El tema hacía referencia al encuentro que disputaron en el mundial de Italia 90 por los Octavos de Final Gauchos y Cariocas. Aquel partido finalizó con triunfo para la Argentina por la mínima diferencia con gol de Caniggia a pase de Diego Maradona. Si bien, los brasileros jugaron mejor, el resultado terminó a favor de la celeste. Pero por tan sólo un partido no se puede ignorar la historia, Brasil desde 1990 ha ganado 2 copas del mundo, 2 copas Confederaciones, y 4 copas América. (Dos de ellas venció en la final a la Argentina, 2005 y 2007) Mientras que Argentina sólo ha ganado dos copas América desde aquel tiempo, la última fue en 1993 en la Copa América de Ecuador. Entonces, las frías e insípidas estadísticas muestran que Brasil en América no tiene papá.
Argentina llegaba al mundial con un fixture bastante accesible: Bosnia, Irán, Nigeria. Luego, en Octavos de Final vencería a Suiza y en Cuartos a Bélgica. Ningún rival era hasta entonces potencia futbolística. En semifinales, la celeste se encontró contra Van Gaal y sus muchachos, se respetaron demasiado, nadie quiso arriesgar, ante la ausencia de las estrellas principales, Robben y Messi, las figuras del encuentro terminaron siendo los actores de reparto Mascherano y el portero Sergio Romero.

“Las tres enfermedades del hombre actual son la incomunicación, la revolución tecnológica y su vida centrada en su triunfo personal”decía el poeta, novelista, escritor y periodista José Saramago. Éste último fue el máximo error de Argentina en el mundial, centrar el triunfo en una sola persona, en Lionel Messi, un deporte colectivo simplificado a un sólo hombre, en el vestuario, no existía Vox Populi. Lo que dijera Messi, se debía hacer. Si el capitán argentino quería jugar con sus amigos en la delantera así el técnico Sabella no estuviera de acuerdo, tenía que hacerlo, siempre debía doblar la rodilla frente a los caprichos del diez. Por el otro lado, venía Alemania, siempre orgullosa, con el mentón bien alto. Contrario a Argentina los teutones si eran un equipo conformado sólidamente en todas sus líneas.

Era el 13 de julio, en el Maracaná se encontraban por tercera vez consecutiva Alemania y Argentina en la final de la Copa Mundial 2014. El partido no decepcionó ya que ambos equipos eran estelares y mostraron una notable destreza defensiva y ofensiva.
Ambos equipos salieron con furia, sobretodo la Argentina. La mayoría pensaba que los nervios y la presión del momento llevarían a un juego más lento, más conservador, pero cada equipo salió agresivo. Argentina tuvo más ocasiones, en la primera etapa, su contraataque fue rápido,  impresionante, pero ineficaz.  Messi jugaba bien, pero el mejor de la cancha era Lavezzi y nuevamente Mascherano se batía como león en el medio campo.
Argentina tuvo la oportunidad de la vida en el minuto 20 cuando el alemán Toni Kroos dirigió accidentalmente un cabezazo en dirección opuesta que originó un mano a mano entre Gonzalo Higuaín y el portero alemán Neuer. No había nadie más que él y el portero, el nueve argentino no tuvo la tranquilidad del goleador y remató desviado hacia el lado izquierdo. Fue un regalo de gol de Alemania e Higuaín no pudo convertir.
Minutos más tarde Higuaín pensó que se había redimido y marcó gol en el minuto 30, pero estaba dos metros fuera de juego. Fue un gran pase de Lavezzi, la figura del encuentro hasta el momento. La multitud estaba en frenesí, los celestes no podían creer su mala suerte, jugaban mejor que su rival, que lejos, era el mejor equipo del torneo, pero no lograban ponerse arriba en el marcador.
Un hecho importante en la final se daba, el sustituto de Khedira, Christoph Kramer ya no era capaz de jugar y tuvo que ser retirado del terreno de juego. Estaba y no estaba, a los 17 minutos, fue golpeado con el hombro por Ezequial Garay. Kramer estaba en shock, Alemania tuvo que sustituirlo del juego, para reemplazarlo ingresó Andre Schurrle. Argentina no podría tener peor suerte, Schurrle, era uno el jugador más eficiente en el torneo, anotando tres goles en poco más de 150 minutos de juego.
El primer tiempo culminaría sin goles, Argentina hizo un movimiento para comenzar la segunda mitad, Sergio Agüero ingresaba por la figura del primer tiempo Ezequiel Lavezzi. Todos se preguntaban cómo estaría Agüero en realidad. Si estaba en el 100% de su rendimiento, es un gran atacante, por supuesto, pero últimamente se había visto frenado por una lesión en el muslo.
Messi tuvo la gran primera oportunidad de abrir el marcador en la segunda mitad, el diez argentino remató de zurda, su disparo se estrelló en el lado izquierdo de la malla, un disparo que parecía que iba a entrar en el extremo derecho de la red, se perdió por poco. Una vez más Alemania sobrevivió a la amenaza de "La Pulga", y sus compañeros.
El hombre conocido como Rodrigo "La cola de rata" Palacio el cual había jugado un muy mal mundial, ingresó a los 77 minutos de juego por Gonzalo Higuaín.
Higuaín tuvo una gran oportunidad de gol comenzando el juego, de haber anotado, hubiese quedado en  el Olimpo de los delanteros argentinos, al lado de Batistuta, Crespo Y Kempes, pero no fue así, Higuaín tendrá que buscar revancha para hacer olvidar la clara opción que dilapidó.
La fatiga apareció. Argentina estaba ya físicamente agotada, Agüero y Palacio, ingresados en el segundo tiempo poco aportaron a su seleccionado. El juego se acercaba a la prórroga, con sólo unos minutos restantes en el tiempo reglamentario, Argentina sustituyó a Fernando Gago por Enzo Pérez. Otro jugador que fue gran decepción fue Gago, su función en el terreno de juego siempre fue la misma: aparecer como opción de pase, entregar de buena manera el balón a los delanteros, y cuando no se tenga la pelota ayudar en marca a Mascherano. Pero nada de eso hizo Fernando Gago, jugó mal siempre, su nivel no estuvo ni cerca al de su compañero Mascherano ni mucho menos cerca al de grandes jugadores argentinos que jugaron en su posición otros mundiales, como Simeone, Fernando Redondo (el mejor cinco que vi en mi vida) y Juan Sebastián Verón.
 Por el contrario los cambios en Alemania si respondieron a las expectativas, ya habían ingresado de buena manera Schurrle, luego el hombre record, Miroslav Klose se despidió entre aplausos de todo el público por Mario Gotze.  Klose se convirtió en el máximo goleador en las Copas del Mundo y a sus 36 años seguramente ha jugado su último Mundial.
Ya en tiempo extra llegó el gol de la victoria, en el minuto 113, el alemán Gotze anotó un hermoso gol a pase de una excelente jugada individual de Schurrle. Con un hermoso toque de pecho Mario Gotze recibió el balón, luego golpeó la esférica y la situó en el fondo de la red. Alemania se regocijó. Se podía oír a los brasileños alegres afuera del Maracaná.
Ya era tarde para reaccionar Argentina sería vencida por tercera vez consecutiva en la Copa Mundial a manos de Alemania.
El pitazo final llegó. Gotze fue rodeado por sus compañeros de equipo. Alemania, gana su primer trofeo internacional en más de 15 años (El último había sido en la Euro Inglaterra 1996) y su primer trofeo de la Copa Mundial desde 1990. 


San Lorenzo Vs Boca Juniors. 1962. El papa, San Lorenzo y Carrefour.

$
0
0
José Sanfilippo.


Yabríl se echó a reír y le dijo a su amigo Romeo: - ¿Quién iba a querer matar al papa? Eso sería como matar a una serpiente no venenosa. No es más que una cabeza visible, vieja e inútil, rodeada de ancianos igualmente inútiles dispuestos a reemplazarlo. Novios de Cristo, un total de doce estúpidos con bonete rojo. ¿Qué cambiaría en el mundo con la muerte de un papa? Una cosa diferente seria raptarlo, ya que es el hombre más rico del mundo. Pero asesinarlo sería como matar a una lagartija que estuviera tomando el sol.

Fragmento tomado del libro La Cuarta K de Mario Puzo.


Por: Edwin Medina.


Cada vez que visito el barrio Chapinero de Bogotá observo con nostalgia aquel lugar donde pasé los mejores años de mi adolescencia. Se llamaba La Circoteka, un teatro pequeño, hermoso y acogedor. Allí, iba cada sábado con mis colegas del colegio a escuchar las bandas de rock y punk capitalinas. Fueron años delirantes, frenéticos y alegres. En aquel teatro, se reunían jóvenes de distintas clases sociales de Bogotá, no solamente a escuchar música, sino también a intercambiar libros y ver teatro. Nunca vi una pelea, o mala onda en aquel lugar, ni siquiera había personal de logística, ni tampoco tráfico de drogas, bueno, quizás lo había, pero nunca me enteré, ni me ofrecieron. 
Era un ambiente sano e intelectual, el ingreso en muchas ocasiones era gratuito, fue aquel teatro un perfecto acopio simbólico para los jóvenes capitalinos de la época que buscaban alternativas al a veces monótono clima de la urbe capitalina. Pero la alegría fue efímera, pasado el tiempo, el teatro La Circoteka fue remplazado por un CityDent y unas cabinas telefónicas, al fondo de estos establecimientos aún se pueden percibir algunos trastes de los que fue aquel lugar.
En nombre del “Progreso” nuestra metropoli va cambiando, los Starbucks, los McDonald, los Juan Valdéz Café, Oxxo, Subway, entre otros, se apropian de los lugares insignias de la ciudad, convirtiéndola en una urbe consumista de muchos productos y poca cultura.
No sólo pasa en mi urbe, al otro lado del continente, en Buenos Aires, hace ya varios años, el estadio de San Lorenzo de Almagro fue derrumbado para construir un supermercado Carrefour. Por allí, por donde quedaba el estadio, pasó el ex jugador y máximo goleador de la historia de San Lorenzo José Sanfilippo.
 José Ingresó al Carrefour, atónito se quedó, hizo una mirada panorámica y se detuvo en la cajera que le preguntó que deseaba. Sanfilippo no pronunciaba palabra, luego de unos minutos miró a la cajera del supermercado y dijo: “Aquí pasé los mejores años de mi vida”. Sanfilippo iba acompañado de su amigo Osvaldo Soriano el cual contó en una carta a Eduardo Galeano la visita al Carrefour aquella tarde:

“El otro día estuve en el supermercado “Carrefour” donde antes estaba la cancha de San Lorenzo. Fui con José Sanfilippo, el héroe de mi infancia, que fue goleador de San Lorenzo cuatro temporadas seguidas.
Caminamos entre las góndolas, rodeados de cacerolas, quesos y ristras de chorizo. De pronto, mientras nos acercábamos a las cajas, Sanfilippo abre los brazos y me dice: “Pensar que acá se la clavé de sobrepique al arquero Roma, en aquel partido contra Boca”. Se cruza delante de una gorda que arrastra un carrito lleno de latas, bifes y verduras y dice: “Fue el gol más rápido de la historia”.
Concentrado, como esperando un córner, me cuenta: “Le dije al cinco, que debutaba: no bien empiece el partido, me mandás un pelotazo al área. No te calentés que no te voy a hacer quedar mal. Yo era mayor y el chico, Capdevila se llamaba, se asustó, pensó: a ver si cumplo”. Y ahí nomás Sanfilippo me señala la fila de frascos de mayonesa y grita: “!Acá la puso!”. La gente nos mira, azorada. “La pelota me cayó atrás de los centrales, atropellé pero se me fue un poco hasta ahí, donde está el arroz ¿ve?” –Me señala el estante de abajo, y de golpe como un conejo a pesar de su traje azul y los zapatos lustrados-: “La dejé picar y plum”. Tira el zurdazo. Todos nos damos vuelta para mirar hacia la caja, donde estaba el arco hace treinta y tantos años, y a todos nos parece que la pelota se mete arriba, justo donde están las pilas para radio y la hojitas de afeitar.
Sanfilippo levanta los brazos para festejar. Los clientes y las cajeras se rompen las manos de tanto aplaudir. Casi me pongo a llorar. El Nene Sanfilippo había hecho de nuevo el gol de 1962, nada más que para que yo pudiera verlo”.

Hace poco me encontraba leyendo el libro La Cuarta K de Mario Puzo, luego de un rato cerré el libro y lo guardé en mi mesa, encendí la tele y vi a una periodista con gran alarma diciendo que el papá Francisco iba a sufrir un atentado por parte de un grupo extremista. Al final de la nota, la periodista dijo que de sufrir el papa un atentado sería un golpe inmenso para la Iglesia Católica y para los hinchas de San Lorenzo, los cuales perderían a su hincha más “fiel”. No sé qué me causó más gracia de todo lo que dijo la comunicadora, puesto que a un grupo extremista poco le interesaría acabar con la vida de un líder religioso, esto, no cambiaría el status quo, ni aportaría a su causa rebelde. Si el papa sufre un atentado contra su vida, seria este planeado por alguna lucha de poder interna en el Vaticano, como las que expuso Mario Puzo en su libro Los Borgia. 
Por otro lado, dudo que el papa Francisco sea el hincha más fiel de San Lorenzo y más aún al leer la historia de Sanfilippo. José fue más que un jugador, fue un fanático que le entregó  los mejores años de su vida al club blaugrana y ahora con nostalgia ve como ese gigante de cemento donde anotó tantísimos goles se convirtió en un símbolo del capitalismo actual y del induvidualismo de nuestra época.

Nacional Vs Peñarol. 1954. Wilmar Everton Cardaña, número 5 de Peñarol.

$
0
0
Roberto Fontanarrosa





Porque yo lo conocí a Cardaña. Y porque yo lo conocí a Cardaña puedo afirmar que mucho se equivocan aquellos que juzgaron o juzgan al áspero centrehalf peñarolense a través de la imagen recogida en los campos de juego.
Yo sé que es difícil imaginar, suponer, adivinar, una personalidad tierna y sensible escondida tras la carnadura hosca y prepotente del capitán de los aurinegros. Yo entiendo que no es sencillo intuir el gesto amable o la frase cordial en un hombre que hizo del encontronazo cruel, la pierna arriba o el gesto acerbo, una marca personal e indeleble a lo largo de su prolongada campaña. A lo sumo, admito, era factible entrever en él la grandeza, el coraje y la hombría de bien reconocida incluso por aquellos que fueron víctimas, encarnizados rivales o detractores.
Pero yo lo conocí a Cardaña y creo que fui uno de los pocos privilegiados que pudo compartir su círculo áulico, cimentado en el respeto mutuo y los afectos sobreentendidos. Y fue ese respeto, ese sobreentendido, el que me permitió ser testigo de un hecho, de una anécdota, que echa por tierra el equivocado concepto de considerar a Wilmar Everton Cardaña como un mero cacique huraño, un ríspido patrón de la media cancha, temido y evitado por los rivales. ¡Cuántas vececes el insulto hiriente, el epíteto injusto, el cántico soez, cayó desde la gradería rival sobre la humanidad generosa de mi amigo! Sin duda alguna, muchos de aquellos que ayer desgranaron los más pesados e injuriosos improperios contra Wilmar Everton Cardaña se sentirán incómodos o arrepentidos al finalizar de leer esta nota que revela la otra cara del ídolo deportivo. ¡Cuánta nobleza habitaba el pecho inconmensurable de Wilmar! ¡Cuánto valor cívico podía esconderse bajo el glorioso número cinco prendidoa la mirasol peñarolense, ya fuera sobre el verde césped del Estadio Centenario, en cualquier campo de la vecina Buenos Aires, o en la grama misma de tantos y tantos estadios brasileños donde los frágiles y siempre pusilánimes morenos le temían como a una figura mitológica!
No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino Puscya, inolvidable periodista, desaparecido ya, que supo firmar sus columnas en “El Tero Alerta” de Rocha con el ingenioso pseudónimo de “Banderín de Corner”, bautizó a Cardaña como “El Hombre”. Así, a secas, con mayúscula, porque supo advertir en Cardaña al luchador indoblegable, al deportista cabal de vergüenza invicta, más allá de la circunstancial controversia sobre un puntapié a destiempo o una fractura expuesta. Tiempo después, algún pícaro modificó el apelativo para extenderlo a “El Hombre de Roble”, lo que, en sí, parecía configurar un elogio a la increíble solidez de sus piernas ligeramente chuecas pero que, en verdad, escamoteaba la verdadera intención del apodo, que aproximaba a Cardaña a la infamante condición de “tronco”. Lo avieso de la maniobra lo certifica el hecho de que esta deformación de su apodo fue adaptada velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedó allí la cosa, porque después de aquel desgraciado accidente con Fanego (el veloz punterito de Huracán Buceo que se destrozara una clavícula contra el alambrado olímpico en un cruce fortuito con Cardaña) parte de un periodismo no propiamente imparcial, pasó a llamarlo “El Hombre de Neandertal”. Quisiera que esta anécdota, que puedo contar dado el particular contacto que tuve con el caudillo indiscutible de Peñarol, eche algo de luz sobre la “leyenda negra” que sobre él se derramara desaprensivamente. A mucho tiempo de los hechos, pienso que el mismo Cardaña, refugiado hoy en la paz y el reposo de su hogar en Treinta y Tres, me perdonará que refiera lo ocurrido en circunstancias de aquella histórica final del 54, tema que él, por pudor y humildad, jamás quiso revelar. Puede que el relato aporte también nuevas referencias a los amigos tangueros, ya que lo sucedido en torno a esa final inolvidable fue inmortalizado en un tango que, precisamente, lleva por nombre “La número cinco”. La anécdota revelará que el título de la pieza musical se refiere a la casquivana pelota de fútbol y no al número que lucía la camiseta de Wilmar Everton Cardaña sobre sus dorsales, ni al que identificaba (éste fue un rumor poco serio y malintencionado) a una damisela aspirante al trono de “Miss Paysandú” y por quien, dicen, suspiraba el inspirado compositor de tangos.
Aquella mañana del 3 de noviembre de 1954 llegué al hotel Olinto Gallo, donde se alojaba habitualmente el plantel de Peñarol, palpitando encontrarme con un clima de nervios y tensión, acorde con la magnitud del gran encontronazo final con el clásico enemigo de todos los tiempos: Nacional. Había una efervescencia formidable en Montevideo y los tamboriles de la murga “Los que pelan la chaucha” no habían dejado de atronar el barrio de La Tumba en toda la noche. Sin embargo, me hallé con un grupo de muchachos —jugadores, técnicos y dirigentes— departiendo mansamente luego del desayuno, al parecer olvidados de la proximidad de la justa. Pero esa primera impresión fue efímera. Algún gesto en falso, ciertas torpezas de movimientos, un par de respuestas destempladas o el rechinar penetrante de algunas dentaduras, denotaban el crispamiento interior, el desgarro insoportable de la espera.
Pregunté por Cardaña y me contestaron que el recio capitán se había retirado a su habitación luego de merendar. Subí a su pieza, con la familiaridad que me confería su actitud amistosa hacia mí, y me invitó a pasar con un gruñido. Wilmar Everton Cardaña era hombre de pocas palabras, muy pocas, como todo hombre criado en el campo, entre vacas y animales poco propensos al diálogo. Creo que hasta ese día —y ya llevábamos más de dos años de amistad—, sólo le había contabilizado nueve palabras, monosilábicas en su mayoría. Y vale consignar que más de la mitad de ellas las había gastado en una sola frase, previa a otro partido importante, cuando levantándose imprevistamente de una tertulia, anunció: “Permiso, voy a ir al baño”. Era así, directo, franco, hombre de llamar al pan pan y al vino vino y no podían esperarse de él frases grandilocuentes o inflamados discursos. De más está decir que era la tortura de los periodistas radiales quienes, más de una vez debieron quitarle los auriculares sin haber obtenido de él ni un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontré a un Cardaña taciturno y cariacontecido, cosa que atribuí a la responsabilidad del partido de la tarde. En aquella época no habían proliferado las líneas de ropas deportivas; por lo tanto, en las concentraciones, los players usaban sus propios atuendos a veces de gustos caprichosos o discutibles. Cardaña llevaba puesto un saco marrón, colocado al revés, o sea, con la pechera sobre la espalda, lo que lo hacía parecer sujeto por un chaleco de fuerza.
—Es por el pecho —me dijo, señalándose el cuello. Yo sabía que sufría de severas anginas de pecho. El cigarrillo —aquellos cigarritos negros “Barbudas”, de la época, que solía lucir detrás de la oreja durante los partidos— le había instalado una tos seca en el pulmón derecho y una tos convulsa en el izquierdo. Parecía mentira que un hombre que fumaba como él, casi siete etiquetas por día, pudiese tener ese despliegue incesante y depredador en el campo de juego ¡Cuántos jugadores de hoy en día, con los tan mentados y publicitados sistemas de entrenamiento, dietas especiales y cuidados dignos de una odalisca quisieran poseer aquella inagotable capacidad física que acreditaba Cardaña, aun considerando sus excesos y descuidos! ¡Cuántos de los señoritos de hoy en día, atentos siempre a sus peinados y manicuras se hubiesen atrevido a mostrarse a la prensa en saco de calle vuelto del revés, camiseta musculosa debajo y pantalón pijama, sin temor a ser el hazmerreír o al escarnio!
En la misma habitación de Cardaña estaba Nelson Amadeus Farragudo, aquel implacable marcador de punta, el del gol agónico al Wanderers en el 49, de sombrero de fieltro sobre los ojos, tomando mate. Le decían “El Buitre” Farragudo, no sólo por la nauseabunda peladura de su cuello, sino porque, cual la conocida ave carroñera, era quien caía sobre los restos de las víctimas de Cardaña, cuando éste recibía a los delanteros rivales por el medio de la cancha. Por la mustia actitud de Farragudo —mitigaba el sonido del mate cubriéndose la cabeza con una toalla— comprendí que algo no andaba bien en mi amigo, su compañero de pieza, el legendario centrehalf peñarolense.
Por si no lo he dicho, Wilmar Everton Cardaña tenía una cara de rasgos grandes, muy marcados. Las cejas, negras y pobladas, se juntaban sobre el puente de la nariz. Los ojos, sin ser bellos, eran saltones y parecían querer fugarse por debajo de unos párpados gruesos, de piel porosa como la de los citrus. La nariz era prominente, larga, carnosa, de aletas amplias. La boca se abultaba bajo el bigote generoso y se alargaba hacia los costados, pareciendo que las comisuras profundas podían alcanzar los peludos lóbulos de las orejas, también enormes. Entre estos lóbulos y la boca, sin embargo, se interponían dos hondonadas como tajos, arrancando desde los pómulos protuberantes para bajar y delimitar con claridad el mentón avanzado y desafiante. Daba la impresión de que uno podía tomar esa porción inferior de la cara, por aquellos surcos que partían las mejillas, y quitarla de allí, como si fuese un aditamento plástico removible. Había en ese rostro algo perturbador y obsceno pero, al mismo tiempo, sobrecogedor. Era como contemplar un fiordo inmemorial, un precipicio de roca desnuda, el magma primigenio. Era asomarse al inicio de la Naturaleza. Y ese rostro, aquel día, estaba transfigurado.
Consciente Cardaña de que yo había percibido ese clima extraño y dislocado, fue hasta una cómoda y sacó algo de uno de los cajones. Pronto se me acercó con la facilidad que le brindaba nuestra confianza mutua, y me extendió una hoja de papel azul.
—Es una carta —me aclaró.
Leí la carta y, en ella, con una letra despareja, salpicada de errores ortográficos, decía: “Soy casi un niño y, desde hace mucho tiempo, me hallo encerrado en una oscura sala del Hospital Muñoz. Padezco de un mal irreversible y, por eso mismo, no estaré el domingo en el estadio para alentar al glorioso Peñarol. Si no es mucho pedir, me haría muy feliz tener en mis manos la pelota con que se juegue el encuentro, firmada por todo el plantel mirasol. Si es necesario pagar, adjúnteme la factura, que oblaré gustoso con dinero que he ahorrado privándome de la medicación. Suyo, José Petunio Inveninato, cama 747.”
Confieso que terminé de leer aquella carta con los ojos nublados por el llanto ¿Cuántos purretes de hoy en día, deslumbrados por el artificio de la tecnología y la banalidad de la computación, serían capaces de solicitar a su ídolo deportivo el humilde y significativo obsequio de una pelota? ¿Cuántos niños de la actualidad, engañados por la urgencia de una sociedad que no sabe de la pausa para la charla amable o la reflexión, tendrían la delicada paciencia de solicitar la pelota con que se disputa un partido importante para “después” del partido y no para “antes” del mismo, con todos los inconvenientes que esa voracidad podría provocar en la popular justa? Pero mi sorpresa fue inmensa y total cuando alcé los ojos. Allí, delante mío, Wilmar Everton Cardaña, “El Hombre”, “El Capitán Invicto”, “El Hacha” Cardaña estaba llorando ¡Aquél que hiciera callar de un solo chistido a 150.000 brasileños aterrados en el estadio Pacaembú, cuando la final de la Copa Roca! ¡Aquél que se bajó los pantaloncitos y el calzoncillo punzó para mostrar sus testículos velludos, uruguayos y celestes a la Reina Isabel en el mismísimo estadio de Wembley! ¡Aquél que ya a los ocho años quebrara en tres partes el tabique nasal a su profesora de música en la escuelita sanducera... estaba llorando! Esa cartita escrita sobre el burdo papel azul por aquel botija preso en la fría sala del Hospital Muñoz había hecho el milagro de ablandar el corazón, en apariencia fiero, del granítico centrehalf de Peñarol y la selección uruguaya.
No abundaré en detalles ni cederé a la tentación periodística de recordar los avatares de aquel partido memorable que terminó con el resultado por todos conocido. Callé la historia por mí presenciada en la habitación de Cardaña, por pudor y prudencia, consciente de que no saldría de mis labios ese relato, como así tampoco de los del “Buitre” Farragudo, austero en su vocabulario como en su manejo del balón.
El lunes, al día siguiente del encuentro, acudí al Hospital Marcelo Muñoz, a ser testigo del final de la historia. Esperaba hallar allí tan sólo a Cardaña pero ¡cuán grande sería mi sorpresa al ver a las puertas del nosocomio el plantel íntegro de Peñarol, algunos aún con la camiseta puesta bajo el saco, deseosos de cumplir con el pedido postal! Y lo increíble, lo conmovedor es que no se habían reunido allí por un acuerdo previo o concertado. ¡Uno a uno, por su propia cuenta, con la misma coordinación que ponían en el campo de juego para implementar la ley del off-side o presionar a un juez de línea, habían llegado hasta el Muñoz para acompañar al capitán en la entrega del preciado regalo! ¿Cuántos planteles de la actualidad, ahítos de dinero y fama fácil, serían capaces de repetir aquella convocatoria, llevada a cabo por hombres simples y cabales, deportistas que no conocían los devaneos en torno a contratos fabulosos ni los desplantes exigentes por unas cuantas monedas de oro, antes de comenzar algún encuentro?
Y entonces fue el sinceramiento. Ante esa presencia masiva y espontánea, frente a tanta humanidad enternecida, Wilmar Everton Cardaña no aguantó más y lloró como una criatura. Lo seguí yo y luego el plantel. Lloramos abrazados sin avergonzarnos de los facultativos que nos miraban con cierta curiosidad o de los transeúntes que acertaban a pasar por el lugar. Algún periodista, mal periodista, arriesgó luego la mezquina versión de que el plantel de Peñarol lloraba aún el lunes la ignominia de la abultada derrota, soslayando el hecho irrefutable de que se trataba tan sólo de un acto de amor y desprendimiento. ¡Cuántos periodistas de hoy en día, mercenarios que ponen su pluma al servicio de quien más paga, habrían hecho exactamente lo mismo que aquel sicario de la prensa amarilla!
Desahogados en parte, pero aún trémulos por lo tocante de la escena, pudimos seguir rumbo a la sala 2, media hora más tarde. Adelante, Cardaña, con la número cinco entre sus manos enormes. Atrás, yo y el plantel, encolumnados en un remedo de las tantas veces repetida entrada a la cancha.
Y quiero ser cauteloso al narrar lo que sucedió después, ya que tuvo ciertos rasgos sorpresivos e inesperados. Como así también advertir al lector que mi fidelidad al relato me obliga al uso de palabras que no son de mi predilección, pese a que configuran moneda corriente en la vía pública.
Fue casi simultáneo entrar a la sala 2 e individualizar al pequeño que había solicitado el obsequio. Tendría doce, trece años y, cubierto por un camisón blanco de tela basta, se hallaba de pie sobre su cama, expectante, mirando hacia la puerta como si nos hubiese adivinado. Tal vez el revuelo de enfermeras y doctores lo alertó, quizás la intuición infantil, o tal vez el hecho de que, nosotros, nos acercábamos cruzando los largos y umbrosos pasillos cantando la Marcha del Deporte. Pareció que no daba crédito a lo que veían sus ojos, las pupilas se le empañaron y comenzó a temblar como atacado por la fiebre. Impresionado, Cardaña se acercó a él y le entregó la pelota firmada por todos. El pibe la miró, nos miró a nosotros, volvió a mirar la pelota, nos volvió a mirar a nosotros y finalmente gritó:

—¡Hijos de puta! ¿Cómo pueden perder con esos chotos de Nacional?
Confieso que nos quedamos estupefactos, helados por lo sorpresivo de la agresión.
—¿Cómo carajo puede ser que esos putos nos hagan cuatro goles? —siguió gritando el imberbe, ya absolutamente desaforado, roja la cara, las venas del cuello tensas, como a punto de estallar—. ¡Hijos de mil putas! ¡Troncos de mierda! ¡Métanse la pelota en el culo!
Y, acto seguido, arrojó el balón al rostro de Cardaña, estrellándolo contra su nariz. Vi palidecer al capitán y temí lo peor.
—¡Vendidos! —seguía, para colmo, el botija—. ¡Se vendieron como unos miserables! ¿Cuánta guita les pusieron para ir para atrás, guachos de mierda?
Vi a Cardaña dar un paso hacia el muchacho y supe que no podría contenerlo.
—¡Cagones! —vociferó el chico, empinándose hasta caer, casi de la cama—. ¡Maricones! ¡Vayan a trabajar, ladrones!
Advertí, en el último instante, el brillo asesino de tigre en los ojos de Cardaña, el mismo que había apreciado tantas veces en las inmediaciones del área, y supe que atacaba. Se lanzó con los dos pies hacia adelante en la temida “patada voladora” y alcanzó al muchacho en pleno tórax, de la misma forma en que puso fin a la carrera de Alberto Ignacio Murinigo, el prometedor número nueve del River Plate. Cayeron los dos del otro lado de la cama y, sobre ellos, se abalanzó una docena de enfermeros que se habían acercado atraídos por los gritos del niño.
Salimos destrozados del Muñoz. Los muchachos de Peñarol, heridos hasta lo más recóndito por la injusticia de los agravios recibidos. Yo, por lo estremecedor de la escena presenciada.
Al día siguiente, un médico de guardia me informó que el chico tenía cuatro costillas fisuradas, lo que obligaría a prolongar su internación seis meses más. También me dijo que el botija padecía de una calvicie irreversible y que había solicitado permanecer internado a los efectos de no concurrir a una escuela técnica que detestaba. Que era un buen chico, en verdad muy hincha de Peñarol y que, meses atrás, se había hecho regalar un planeador firmado por un diestro del volovelismo que había batido un récord sodamericano.

Muy pocos conocen esta anécdota, ya que una conjura de silencio se cernió en torno a ella. Yo me abrigué en el secreto profesional para no revelarla. El plantel de Peñarol calló el suceso por un natural prurito del deportista derrotado y en cuanto al agresivo muchacho, tengo información de que aún sigue en el mismo hospital, aunque ahora con el cargo de “jefe de enfermeras”. Wilmar Everton Cardaña siguió jugando, desparramando coraje y sangre charrúa en cuanto campo de juego le tocó en suerte asolar. Siguió acrecentando su fama de guapeza y virilidad sin límites. Siguió mostrando, en suma, una sola de sus dos caras o facetas: la del enérgico, pétreo y filoso centrehalf de los de aquellos tiempos.

Apenas un puñado de sus más íntimos, guarda, como un tesoro, el secreto de aquellas lágrimas que supo derramar ante el conmovedor y sencillo pedido de un niño.


Tomado de: Libro de fútbol.
Edición Pablo Nacach.
Texto de: Roberto Fontanarrosa.


India Vs Corea del Norte. 1976. Los Mártires del balompié

$
0
0
Sócrates y Zico. 1982





El tiempo es un niño que juega.
Heráclito.


A Bangar hace siglos que no lo veo. Muchas veces me ha parecido reconocerlo en otros individuos, de espaldas, confundiendo sus largas melenas con las de mi amigo. Pero, al girarse sorprendidos hacia mí, el  espectro de aquella belleza inquietante que tenía Bangar se esfumaba en el aire, y también la ilusión estúpida de volver a encontrarlo tal y como era hace treinta y tantos años, en el verano en el que brotó la estirpe de los melenudos, cuando vimos propagarse a los melenudos, colonizar los noticiarios y las playas.
En aquella época el fútbol, como todos los territorios de nuestra existencia, se llenó  de largas melenas. Había algo mesiánico en aquel exceso: los melenudos traían paz, portaban una sabiduría de contornos bastante imprecisos, una sabiduría esotérica que solo podían compartir con otros melenudos. Sin embargo, era cuestión de tiempo que ese mensaje prendiera y saltara en todas direcciones por caminos de pólvora. Ya sé que la pólvora es un símbolo bélico: pues mejor, había también una pólvora del pacifismo. Y los melenudos eran los elegidos para trazar los caminos de la pólvora, para estallar los polvorines de una nueva época de fraternidad universal, para incendiar la vida.
A Bangar, con sus largas melenas, es verdad, hace siglos que no lo veo. Pero esta mañana contemplé en el patio las jugadas de un chico que se fingía Bangar, que celebraba los goles con idénticos gestos y rituales, que parecía tan feliz como él cuando era el goleador de nuestro combinado nacional. Esta vez sí que me pareció reconocer su espíritu, pues quien se entrega a la imitación de su ídolo ¿no es, de algún modo, un poseso, alguien en quien el ídolo encarna?
Me asombró que un muchacho se acordara todavía de Bangar, y más en un país como el nuestro, paraíso del críquet, un país en el que se celebran festivales para ver a los elefantes jugar fútbol (el año pasado asistieron diez mil personas en Kaziranga a un partido entre elefantes, ¡diez mil personas!), un país en el que las madres sueñan con que sus hijos estudien en Inglaterra, se peinen a raya, practiquen críquet o polo. Esto hacía aún más sorprendente que un muchacho que jugaba descalzo en el patio del colegio se acordara todavía de Mahendra Bangar, el goleador melenudo. Me quedé hipnotizado observándolo; el chico acababa de hacer un gol lleno de inteligencia callejera, o de pillería, o de inteligencia y pillería, si es que no son la misma cosa, movido por idénticos impulsos de su ídolo, especialista en quiebres iguales, cambios de ritmos iguales, lanzamientos con efectos iguales. Y, lo que es más importante: con una melena casi idéntica a la que lucía Bangar. Un ejemplo más de cómo los espectros de la memoria buscan cuerpos jóvenes en los que encarnarse, para hacernos pedazos el corazón, para qué si no.


LA PRIMERA VEZ QUE VI MELENUDOS fue en Qatar, nación que acababa de obtener su independencia. (En cuanto una nación se independiza, lo primero que hace es organizar algún trofeo internacional. Es un perfecto escaparate). Entonces yo era un niño y había sido convocado para la selección sub-17. No defendí la portería ni un solo minuto en todo el campeonato, pero, eso sí, vi los primeros melenudos de mi vida. Los había a decenas entre los jugadores de Holanda, de Italia, de Argentina. Nuestras madres nos habían enseñado a peinarnos a raya, con colina, haciendo grandes esfuerzos porque ningún solo cabello abandonara la disciplina de línea recta. Deslumbrados por aquella magnifica sabiduría de los tiempos modernos, la melena, decidí que no volvería a cortarme el pelo. Cuando llegué a la selección absoluta (en la que, dicho sea de paso, no cubrí la portería como titular si no en partidos amistosos) me llamaban León Jeoomal. Y en mi país donde el tigre es emblema de la fuerza incluso del dominio de la fuerza (Shiva cabalga sobre un tigre porque ha sometido al deseo), León no es exactamente un piropo.
Poco a poco los melenudos, como escribió Passolini, se fueron multiplicando como los primeros cristianos. Los futbolistas, las estrellas de rock y del cine, los escritores de la generación beat, todos se inscribían como ciudadanos en el censo de un mismo territorio festivo, de una nación común de la alegría, y comunicaban al mundo con sus largas melenas el sentido profundo de apostolado: somos portadores de una nueva sabiduría que les será revelada a su debido tiempo. Mientras tanto, contemplen nuestro cabello flotando en cámara lenta, observen nuestro juego en la moviola, el idioma de nuestro pelo volando por el aire mientras rematamos un centro desde la banda, nos lanzamos en plancha hacía el esférico, o (caso de los porteros nos lucimos en una estirada imposible para repeler el balón in extremis. En efecto, los melenudos colonizaron también el deporte y por primera vez en la historia, el fútbol corría de la mano de la vida, codo con codo.
La primera vez que incluyeron a León Jeoomal en una convocatoria de la selección absoluta, el equipo disputaba la fase de clasificación para la Copa de Asia. La otra novedad en la convocatoria del míster fue el delantero Mahendra Bangar, que había ingresado al torneo nacional después de formarse en la cantera del Nottingham Forest. Bangar, pues, se había educado en Inglaterra, lo que toda madre de nuestra patria ansiaría para su retoño. Sin embargo no regresó de Europa peinado a raya y enamorado del críquet. Lucía una larga cabellera acorde con el espíritu de los tiempos. Por una extraña maldad del destino, años atrás, su madre se había hecho peluquera para poder pagarle el tiquete a Inglaterra, porque con lo que el padre ganaba en la herrería no les alcanzaba. Le reprochó, desde luego, aquella melena salvaje, silvestre, a decir ella, hecha de abandono, de descuido. Este es un detalle importante para entendernos, porque, a pesar de que en el fútbol actual también hay melenas, se trata de melenas cuidadísimas, de peluquería, cultivadas con mucho mimo y dinero.
La inclusión de Bangar fue un acierto, pues el delantero, aun habiendo ofrecido una trayectoria muy irregular en Europa, explotó, como suele decirse, aquella temporada con la camiseta nacional y se ganó la titularidad de inmediato. Se volvió imprescindible. No solo marcó la mayor parte de nuestros goles, sino que contagió al equipo de una alegría traída del más allá, una alegría importada de Inglaterra: aquella explosión que se inició con los cuatro gurús de Liverpool y sus femeninos flequillos convertidos, a la altura de los primeros setenta, en largas cabelleras que colgaban sobre los hombros. Con la llegada de Mahendra al equipo se encendió algo entre nosotros, una luz en medio de todos nosotros que se repartía, te acariciaba, te daba la seguridad de que aquel era el momento y el lugar de cambiarlo todo, de invertir el rumbo de los espíritus. Cada cierto tiempo, el universo envía a una serie de emisarios para que prendan las antorchas de una nueva era. El fútbol de Bangar, adornado por su larga cabellera castaña, tenía poder suficiente para generar un nuevo estado del alma. Había que verlo luchar, como un dios primitivo, un dios pequeñito y solitario allá en el centro del campo, aguardando su momento, mientras los compañeros cerraban filas, achicaban espacios, repartían leña. Allá, sin otra compañía que la de un defensor rival (o dos defensores) y cuatro sombras, sus cuatro sombras proyectadas por cuatro focos, Bangar recordaba a un animal mitológico; guerrero indómito, Bangar; resolviéndose contra las fuerzas extranjeras, Bangar, héroe de epopeyas milenarias, Bangar.
Así que cuando alcanzamos la fase final del campeonato, que se celebraría en China, solo Balaji lucía una cabeza afeitada. Los demás fieles al espíritu de nuestro líder, nos habíamos integrado en la cofradía universal de los melenudos. Porque, en tanto que representantes de un combinado nacional, cada cual del suyo, ¿defendíamos en realidad a nuestro país?, ¿no éramos todos los futbolistas de larga melena ciudadanos de una patria común, ya procediéramos de Israel o de Palestina, de India o de Pakistan, compartiéramos o no la misma lengua? Corría el verano del 76, aunque 1976 no parecía un año, sino una exhibición de fuegos artificiales.


SIGO CON LA MIRADA, AÚN HIPNOTIZADO, LOS MOVIMIENTOS DE ESE NIÑO descalzo y greñudo, poseído por el espíritu de mi amigo. Me parece que esta última jugada de gol la conozco, se me antoja una imitación perfecta de otra jugada que ya  he visto con anterioridad, como si en vez de una jugada fuera un paso de baile, una coreografía o una frase hecha. Y esto  no deja de ser irónico, porque la especialidad del propio Bangar era, precisamente, imitar jugadas ajenas. Sus goles no eran originales. Quiero decir: los ejecutaba, pero no los inventaba él. Eran calcos exactos, copias compulsadas de otros goles célebres. Subían al marcador exactamente igual que los otros, desde luego, pero eran fieles reproducciones de otros, meros plagios. Y pondré un ejemplo: Primera jornada de la ronda clasificatoria para la Copa de Asia. Rival: Malasia. Minuto treinta y ocho de la segunda parte. Cero a cero en el marcador. Bangar recibe a pocos metros por delante del círculo central. Controla el balón alzando la diestra por encima de la cintura, estirándose como un gimnasta. Se gira y avanza. Mira a la izquierda y derecha pero no encuentra ayuda, nadie desmarcándose, nadie de su equipo por delante del balón. Entonces distingue una línea imaginaria en el suelo. Una diagonal hacia el costado derecho del área de los rivales. Arranca. Cambia de ritmo y descoloca a los defensores, los desactiva. Sigue la línea, se obstina en ella, galopa sobre ella, es un tren monorraíl sobre una línea recta por una tirolina maravillosa que atraviesa el estadio sin que nadie más pueda verla, nadie sino Bangar. Corre y corre. Alcanza el área pequeña en su galopada y, sin dar tiempo al pensamiento, cruza el balón al palo largo. Gol. Uno a cero a falta de siete minutos para que termine el encuentro.
Este tanto de Bangar era un calco exacto del que George Best le marcó a  Sheffield en 1971. La jugada consistía en el mismo número de pases (contados desde que el balón era puesto en circulación luego de un saque de banda), duraba exactamente el mismo tiempo, intervenía exactamente el mismo número de defensores. Y el secreto de ambos goles era uno y el mismo: algo, alguien (¿quién?) había trazado una línea sobre el césped, una diagonal invisible para los rivales. Tanto el gol de Bangar como el de Best se basaban en la obstinación, en la tozuda galopada de ambos sobre aquella línea, la misma línea, en idénticas coordenadas, para desconcierto de los defensas, que siempre esperan del atacante cualquier quiebre, giro, cambio de ritmo, pase atrás, lo que sea, pero no esa tenacidad sobre la diagonal, obsesiva, mecánica, propia de otros deportes más rudos como el rugby o como el fútbol americano.


PRIMERA HPÓTESIS SOBRE BANGAR. Desde luego, no fui el único que se percató de estas similitudes. Pero en su tiempo nadie alcanzó a captar la enigmática exactitud de cada copia, nadie sino yo, desde el banquillo de los suplentes. Algún comentarista deportivo señaló el parecido gol con aquel otro gol, pero sin llegar a comprender, no obstante, el alcance filosófico de las evoluciones de mi amigo Bangar. En ese sentido, Bangar hacía las delicias de la prensa deportiva del país, siempre más interesada en el críquet, el polo y los elefantes que por el balompié. Lo único que no perdona un periodista deportivo es que un jugador no se parezca a ningún otro, porque necesita hacer notar su erudición con el pretexto de comentar una jugada: “este gol me recuerda mucho al de George Best marcó a Sheffield en 1971; este otro me recuerda al que Pelé le hizo a Suecia en el mundial del 58.”
En realidad, el gol de Bangar a Malasia no se parecía al de Best: era el de Best, existía ya. Pero existía el que le hizo a Jordania en la misma ronda (copia del que el polaco Grzegorz Lato marcó a Brasil en el Mundial del 74) y los dos que le hizo a Camboya (copia de los dos que el brasileño Vavá le marcó a Suecia en la final del Mundial del 58).  La pregunta realmente inquietante es si el propio Bangar se percataba o no de que operaba como un copista, de que sus malabarismos con el balón eran puras reproducciones, de que no era una autentica estrella, sino un doble de todas las estrellas. Los psiquiatras llaman criptoamnesia al robo involuntario de ideas ajenas. Uno puede creer que inventa un verso, ignorando que lo leyó hace años y que permanece, residual, navegando por su subconsciente como una culebra asoma su lengua y la confundimos con la nuestra propia, la confundimos incluso con nuestra libertad. Tal vez Bangar no era libre sobre el terreno de juego, sino que el subconsciente lo guiaba, lo llevaba de aquí para allá, lo zarandeaba, o le dibujaba en el suelo los pasos, los movimientos de cintura, los cambios de velocidad, el momento preciso de disparar a puerta.
Más inquietante, sin embargo, se presenta la posibilidad del que Bangar fuera realmente consciente de su emulación, que repitiera adrede los tanto que tal vez hubiera visto decenas de veces en las películas que se proyectaban a los alumnos de la escuela de fútbol de Nottingham, cuando era estudiante, y que por esa razón, su repertorio de goles ya inventados procediera casi en exclusiva de encuentros de gran trascendencia, celebrados en mundiales o campeonatos de naciones, tal vez porque la transcendencia de un gol amplifica su belleza, lo perfecciona y, si se me permite la redundancia, lo remata. En ese caso Bangar aparecería ante mis ojos como un obseso de la belleza cumplida, acabada. Es decir: un artista. Por lo que habría que localizar el talento de mi amigo en su memoria que asignaba a cada ataque (con un olfato infalible) una de las muchas jugadas históricas que almacenaba en el archivo, como si Bangar pensara para sí: aquí va bien el gol de Just Fontaine a Brasil en la semifinal del 58, aquí va el de Garrincha a Inglaterra en el 62. Claro que luego se hacía necesaria una enorme destreza para llevarlo a la práctica. Lo que hace aún más desconcertante el talento de Mahendra Bangar, porque una cosa es que el jugador se mueva al dictado y otra bien distinta que todas y cada una de las circunstancias del juego se plieguen a las demandas del goleador. Para eso, la hipótesis de la emulación (consciente o inconsciente) no ofrece respuesta.

EL INFIERNO DE DANTE SE DIVIDÍA EN ESFERAS. Pero ¿en qué se divide nuestro mundo? Esta es la pregunta que nos formula el míster en el vestuario, minutos antes de comenzar nuestra participación en la fase final de la Copa de Asia. ¿En qué se divide nuestro mundo? En oportunidades. Nuestro mundo se divide en oportunidades, buenas y malas, aprovechadas y desperdiciadas, sentencia mientras golpea con la palma de su mano un balón que sostiene con la otra mano, subrayando con cada palmada una sílaba (o-por-tu-ni-da-des). Los muchachos nos miramos y tratamos de contener la risa, acostumbrados a estas divagaciones filosóficas del míster. ¿Saben de lo que les estoy hablando? ¿Lo saben? Les estoy hablando del tiempo. La pizarra que hay a su espalda todavía no ha sido estrenada. La ocasión aprovechada es presente perfecto. La ocasión desperdiciada es pasado perfecto. ¿Comprenden por qué dependíamos, desesperadamente de los goles de Bangar? No recuerdo una sola charla preparatoria en el que el míster ofreciera instrucciones tácticas concretas. Todo se reducía a aquellas  disquisiciones que, reconozcámoslo, tenían su gracia. Bangar hacía los tantos y los demás se limitaban a repartir leña. No había más. Pero en un país como el nuestro, donde se sobrestima la sabiduría mística y se menosprecia la sabiduría práctica, la prensa y el público consideraban al míster un viejo sabio, un santón. E incluso le atribuían los recientes éxitos del equipo: nuestro combinado, habida cuenta de que históricamente se situaba entre los treinta últimos del ranking de la FIFA, había logrado una autentica gesta al clasificarse para la fase final de la Copa de Asia. Y allí estábamos, escuchando las divagaciones filosóficas del míster.

¿Qué cuál es el infierno del fútbol? debutar en el campeonato frente a los anfitriones: China; las gradas rebosantes de amarilos con banderas rojas fanáticos, a la fuerza, fanáticos forzosos, de la revoución cultural, mientras un helicóptero deposita en el centro del campo un gigantesco busto de Mao, hecho de cartón-piedra, supongo, porque, segundos antes del pitido inicial, un equipo de niños y niñas del país vestidos de uniforme, uniformados, se lo llevan en brazos fuera del terreno de juego, entre cánticos y millones de pétalos.

¿Qué cuál es el infierno del fútbol? El estruendo ensordecedor del público cada vez que marca el equipo anfitrión, la lluvia de diminutos papeles sobre el césped. Y en concreto, son tres los estruendos que nos vemos obligados a soportar esa tarde, yo desde el banquillo de suplentes y Bangar en punta, preso en su soledad de goleador. Siempre es difícil jugar contra los anfitriones, pero más aún cuando estos anfitriones no son un pueblo, sino un ejército perfectamente organizado de fanáticos. Nosotros conseguimos hacer un único gol, obra de Bangar por supuesto, pero en el tiempo de descuento, cuando todo estaba dicho, y es recibido con alegría e incluso con sorna por el público local.
¿Qué cuál es el infierno del fútbol? Salir del terreno de juego escoltados por las fuerzas del orden, porque se ha producido una estampida del público, porque los fanáticos han saltado al césped para abrazar a los héroes de su selección, arrancarles sus camisetas. Pero ni siquiera en esta estampida hay libertad alguna. No es una invasión libre y espontanea, sino ordenada, coreografiada por quién, quizá por décadas de disciplina y abolición de la voluntad. No hay en ella la agresividad típica de los países libres. Ningún jugador se siente en peligro, pero tampoco es posible reconocer en el público otras muchas emociones típicas de los seres humanos. Esto es lo que las dictaduras hacen con las masas.



SEGUNDA HIPÓTESIS SOBRE BANGAR. Después del debut contra China, quise charlar con el míster en privado.
-      Es sobre Bangar.
-      ¿Bangar? ¿Qué le sucede? No se habrá lesionado…
Tenía necesidad de revelarle mi perplejidad al míster. Que Bangar se desplazara por el campo calcando los movimientos de sus ídolos y de sus goles históricos podía resultar pintoresco. Pero que sus jugadas recibieran idéntica fortuna que aquellas a las que emulaban, que el azar se plegara a su voluntad exactamente en los mismo lugares, ángulos y momentos, esto desafiaba por completo cualquier intento de explicación materialista.
-      Tal vez todos los goles del mundo, los marque el jugador que los marque, preexisten a los encuentros – me respondió. Y entonces el míster disertó sobre la teoría de las rationes seminales de san Agustín. Aseguraba este filósofo occidental que Dios no creó todas las cosas a un tiempo, sino que sembró el universo de estas rationes seminales, semillas de todas las cosas, seres en potencia a los que resta actualizarse. La Creación incluía, por tanto, un sinnúmero de posibilidades materiales pendientes de pasar a la actualidad a lo largo de la historia. Quizá Dios creó también todos los goles posibles, y Bangar simplemente los actualizaba, los hacía pasar de la potencia al acto, bendito muchacho. De este modo, en la jugadas de nuestro héroe había sentido prefijado, como órbitas de planetas, como constelaciones que se ajustan a la posición que el orden del universo establece para ellas silenciosamente, a las posibilidades que le son concebidas. Conocer a Bangar fue, fue de este modo, lo más parecido a conocer las fuerzas del destino que nos fue dado, tanto al míster como a mí.
No supe tomarme en serio al míster. Parecía aburrido de la conversación, como si no le sorprendiera el carácter sobrenatural que él mismo atribuía a las evoluciones de Bangar sobre el terreno de juego. Mi plana explicación psicológica era más simple por lo tanto más elegante. Pero el míster todavía quiso añadir un comentario más:
-      ¿Se da cuenta, Jeoomal? Somos un equipo extraño, paradójico, diría yo. En ataque nos ceñimos (al parecer) a un guión prefijado, rígido, tal vez establecido, por Dios en la hora de la creación, pero en defensa siempre andamos encomendados a los santos de la improvisación y el azar. El azar y la necesidad ¿Lo ve? Justo lo contrario de lo que se espera de un buen equipo. Mire, si no, a los italianos. Los italianos son el orden común del fútbol, orden atrás e inspiración delante.
-      Sí, míster – le respondí – pero estamos aquí, clasificados.



ÉRAMOS, en efecto, UN EQUIPO PARADÓJICO: mientras ignotas fuerzas de orden metafísico guiaban a nuestro goleador, los demás nos entregábamos al desorden por las noches, con las habitaciones del hotel inundadas de humo y de música de Jimi Hendrix. Nos volvimos indisciplinados, caprichosos y nos convencimos de que la revolución se hacía con poco aseo, de que la nueva era brotaría del pelo descuidado y la falta de higiene. Poco profesional, ciertamente. Pero allí estábamos, en la segunda jornada de la liguilla, con la oportunidad de conquistar una porción de dignidad frente a un nuevo rival, esta vez el combinado de Corea Norte.
 Los jugadores de esta selección no llevaban el cabello largo, no se habían sumado a la fiesta de la era del Acuario, de la libertad sexual y de la paz. Eran como autómatas, y lucían un corte de pelo militar bastante apurado, a diferencia de los chinos, los anfitriones del torneo, a los que se les permitía al menos una media melena acorde, en parte, con el signo de los tiempos. También China era, parcialmente, la patria de los melenudos, y en este rasgo se podría cifrar la diferencia entre una y otra dictadura: más militarizada la de Corea del Norte, más robótica, mecánica y hueca la vida de este país, el fútbol de este país. Había que ver a los coreanos en la ceremonia de los himnos nacionales; ellos, tan iguales, tan marciales y firmes; nosotros, melenudos, unos muy grandes y otros muy pequeños, desgreñados, incapaces de mantener la disciplina de la línea recta. Felices.

Comenzamos marcando nosotros, un lanzamiento directo que Bangar no quiso ejecutar y que el rapado Balaji resolvió con eficacia, superando la barrera coreana y colocando el balón bajo, pegado al palo corto, que es el palo favorita del diablo. Pero el zarpazo no le hizo sange a Corea. Aquellos tipos, más militares que atletas, no eran humanos, sino perros amaestrados, disciplina pura. Yo creo que escuchaban la música del Coro del Ejército Popular de Corea por dentro de la sangre, que llevaban la ideología del Partido en el torrente sanguíneo. Nuestro primer gol no solo no amedrentó a aquellos autómatas, sino que arrancó su maquinaria de guerra y apretaron fuerte durante toda la primera parte. Tanto que apenas conseguimos pasar de los tres cuartos del campo. Estábamos tan ocupados en defender que no teníamos tiempo de elaborar un triste ataque. Hacíamos una par de combinaciones, luego perdíamos el balón y, finalmente, volvíamos a recular. Son extraños los engranajes del pesimismo; mientras más balones se perdían, más se desplazaba hacia atrás la línea defensiva y más aislado y sin posibilidades quedaba Bangar, a la altura del círculo central, rodeado por dos marcadores; y mientras más se retraían los nuestros para achicar espacios, mayor era la demanda salvífica dirigida exclusivamente a nuestra estrella. A él se le entregaba toda la carga de la salvación, al elegido que trajo desde Europa la sabiduría de la melena. Y por una especie de consenso telepático, tejido con gestos de fatiga y desesperanza, los muchachos escogieron la vía fácil y comenzaron a bombear balones desde la mitad de su campo. Qué podía hacer Bangar, si su soledad era aterradora. Los chicos le enviaban un pedrada, Bangar corría como conejo, se daba de codazos y rodillazos con la defensa rival, y finalmente, perdía el balón, momento en que los nuestros se tiraban de nuevo hacia atrás. Tácticamente hablando, se trataba de una salida chapucera, pero recordemos que el míster no decía gran cosa sobre táctica; hablaba mucho sobre el fútbol, eso es cierto, hablaba sin parar sobre el encuentro, pero no decía una palabra sobre este encuentro, sobre cada encuentro.
En este deporte nuestro, la desesperación rara vez da frutos, y aquella tarde había un enorme flujo de desesperación que como la torre de un campanario apuntando hacia el cielo, se dirigía directamente hacia arriba, hacia Bangar. En el minuto treinta y uno los coreanos ya habían empatado el encuentro (lo celebraron de una forma ritual, sin emoción alguna), y a falta de tres minutos para el fin de la primera parte le dieron la vuelta al marcador con una jugada de estrategia, un lanzamiento indirecto de falta que, seguramente, habían ensayado hasta el agotamiento, como soldados espartanos.
En el descanso me dirigí a Bangar. Creo que era la primera vez que lo hacía, así que fui directo al grano: le revelé mi perplejidad; cómo podían ser tan fieles sus copias; cómo conseguía que sus goles de hoy fueran imitaciones perfectas de los goles del pasado. Su respuesta fue que, en lugar de copiar goles del pasado, su sueño era que copiaran los suyos en el futuro.
-      Pero no soy Pelé – se lamentó.


LA SEGUNDA PARTE CONTRA COREA siguió el guión previsto: faltas técnicas, distracciones de tiempo por nuestra parte, balones largos dirigidos a Bangar, gol de los coreanos al minuto diecinueve (era el tercero), la melena de Bangar agitándose en el centro del campo, disputándole balones a los zagueros, buscando un resquicio para la salvación. Si empatábamos, aún dependeríamos de nosotros para pasar a la siguiente ronda. Había llegado la hora de que los apóstoles de la melena doblegaran al ejército futbolístico de Corea, a todos los ejércitos futbolísticos, a todos los ejércitos. Nuestro juego alegre, desordenado, tenía que resurgir, salir de la caverna de la defensa y encender las antorchas de la alegría. Y, en efecto, la suerte favoreció a la causa de los melenudos en el minuto treinta y siete de la segunda parte: Bangar recibe una carga dentro de área rival y se tira al césped. El árbitro muerde el anzuelo y concede el penalti. Quién podía lanzar la pena máxima, sino nuestro héroe.
Desde el banquillo, puestos en pie, vimos a Bangar ejecutar aquella oportunidad salvífica. Ajustó el balón al palo derecho del cancerbero, pero este adivinó la trayectoria. Por un instante, nuestro corazones se volvieron de arena, se deshicieron en el pecho, blandos, inútiles, como si no quisieran latir más. El balón impactó contra la base del poste y salió hacía fuera. Pero con tan buena fortuna que golpeó en la cabeza del portero rival y regresó a su dirección primera, traspasando, esta vez sí, la línea de meta. Alguien desde arriba nos ayudaba, nuestra causa le merecía el mayor de los respetos; el universo simpatizaba con el ideario algo confuso de nuestras largas melenas. Gol de Bangar y todavía nos quedaban siete minutos para empatar.
Desconcertado, vi a nuestro delantero guiñarme el ojo mientras regresaba al centro del campo. Su gesto de complicidad me hizo caer en la cuenta de que me había enamorado. No ya de Bangar, sino de toda una generación, de una época.


TERCERA HIPÓTESIS SOBRE BANGAR. En parte, el sueño de Bangar, el deseo de ser remedado algún día por otros imitadores, ha terminado por cumplirse. Aquí tenemos a un niño jugando en el patio, con sus pies descalzos sobre la tierra emulando las inconfundibles celebraciones de Bangar, doblando los goles que a su vez mi amigo doblaba en aquel tiempo.  ¿Es solo eso?, ¿todo se reduce a un juego de imitaciones, de dobles, de espejos? Esta explicación no termina de resolver el misterio de Bangar. Es imposible gobernar las circunstancias (todas) que rodean a un disparo a puerta. Es imposible que la fortuna obedezca por completo a las intenciones del jugador, que el balón, en un lanzamiento de penalti, rebote exactamente en los mismos puntos, se comporte de idéntica forma, que el azar se incline ante la voluntad.
Quizá haya otra explicación. Tal vez el universo hubiera depositado en Bangar un haz de posibilidades, de lances posibles del juego, una rationes seminales del balompié, tal y como decía nuestro entrenador. Pero al reiterar nuestro delantero jugadas que ya habían pasado de la potencia al acto a los pies de otros jugadores históricos, al repetirlas, era como si el destino tuviera momentos de confusión, lapsus, y obligara a Bangar a acciones que ya habían sido realizadas, posibilidades que ya habían sido actualizadas antes. El destino también se equivoca.

Muchas noches después, en una noche de verano muy parecida a aquella en que nos enfrentamos a Corea, me encuentro (bocabajo) en el interior de mi coche (panza arriba). Y mientras las ruedan giran en el aire (lo harán mientras quede combustible), me pregunto qué órganos, qué huesos, qué articulaciones estarán todavía intactos, si podré caminar otra vez y en la radio se retrasmite un encuentro internacional de fútbol. Mi cabeza da vueltas. No siento nada de la cintura para abajo, ni siquiera dolor. Y entre el mareo y las sensaciones  intermitentes de calor y de frío, se filtran las palabras de la retrasmisión deportiva. Cuartos de final del Mundial del 86. Francia vs. Brasil. La eliminatoria se decide en la tanda de penaltis. Dos a dos en el marcador. Bellone  lanza para Francia, abajo, ajustado al palo derecho, a ras de suelo. Óscar, el guardameta carioca, adivina la trayectoria del esférico y se lanza al lado correcto. El balón impacta en la base del poste, pero con tan buena fortuna para los franceses que rebota en la cabeza del portero y regresa a su dirección primera, traspasando esta vez la línea de meta. Gol de Francia. Tres a dos en el marcador y la posibilidad, si falla Branco, de pasar a la semifinal del torneo.
Al término de la retrasmisión deportiva se emite un programa musical. Aún no ha acudido nadie a socorrerme.
Estoy solo en una carretera perdida. Soy un antiguo suplente de la selección de fútbol en el paraíso del críquet.
Me he jodido las piernas, seguro, no las siento.
Suena una canción de Lennon en la radio, Dream is over, “el sueño ha terminado”.
¿Les he hablado ya de mi silla de ruedas?
El míster se equivocaba: el infierno es el presente.


LOS MÁRTIRES DEL BALOMPIÉ. ¿Creen que logramos empatar aquel encuentro contra Corea del Norte? Pues no fue así. Aunque, visto con distancia, tampoco importa demasiado. Incluso en la derrota, el lenguaje de los melenudos tiene una musicalidad festiva. Vean las fotografías del fútbol de entonces, miren la media melena de Johan Cruyff agitándose mientras el holandés invierte todas sus habilidades, sus bicicletas, sus recortes de fábula, para perder la final del Mundial del 74 frente a Alemania. Miren la grandeza de Zico, después de fallar un penalti en el Mundial del 82. O la de mi admirado Sócrates en México 86. Tras caer en la tanda de penaltis contra Francia. Incluso en la derrota, la melena resguarda a los jugadores del patetismo, deja caer sobre los hombros la capa benefactora de los héroes, inspira compasión, obliga al público a perdonar sus impotencias y sus errores.
Sin embargo, alguien en las altas esferas del fútbol, si es que existe tal cosa en nuestro país, sintió que nuestra melena derrotada era una imagen decadente, que aquellos cortes militares de pelo de los coreanos, su disciplina espartana, su orden antes, después y durante el partido mostraban el camino a seguir: el orden. Alguien era incapaz de comprender que nuestras posturas relajadas en la ceremonia del himno y nuestro desorden táctico y vital anunciaba una nueva era. Y cuando se es incapaz de comprender algo, se desprecia. Ese desprecio fue subiendo en cuestión de horas por los escalafones de la política, casi podía verse trepando los pisos de los despachos como una hiedra. Las señoras de la limpieza de los ministerios comparaban a nuestros muchachos con lo que deberían haber sido: jóvenes educados en Inglaterra, con el pelo peinado a raya y con colonia, jugadores ocasionales de críquet o de polo. Nuestras melenas eran, a la hora de la derrota, una vergüenza nacional. Y el sintagma vergüenza nacional se fue repitiendo de boca en boca como una mantra, y se introdujo en las conciencias de los que están más arriba, y llegó finalmente a la conciencia del presidente de la República, quien, escandalizado por nuestro aspecto, que desdoraba sobre todo la ceremonia del himno nacional, tomó el teléfono, marcó un número, dio una orden, esa orden fue trasmitida por otra voz a otra línea telefónica y esta a otra, y en cuestión de horas el míster nos tenía reunidos en el salón principal del hotel para decirnos: - No es cosa mía, muchachos, viene de muy arriba. Lo siento.

Llorábamos, SÍ, HOMBRES DE PELO EN PECHO LLORANDO, mientras éramos esquilados por voluntad presidencial, mientras el peluquero nos arrebataba aquella forma superior de sabiduría incomprendida en nuestro país, paraíso del críquet. Llorábamos, el sonido de aquella maquinilla de peluquero, todavía en mis sueños, porque, una vez desprovistos de nuestras largas cabelleras, el poder mesiánico que residía en nosotros caería al suelo de la barbería. Y allí estábamos; éramos los sansones de la contracultura. Nos habían arrebatado todas nuestras potencias. Ya no formábamos parte de una comuna universal. Ya no teníamos nada que ver con los israelíes, ni con los palestinos, ni con los pakistaníes, ni con los coreanos, ni con Jim Morrison, ni con Joe Cocker, ni con Lennon. Nos habían arrebatado el atributo del universalismo y volvíamos a ser burgueses, mezquinos, individualistas. El que fuera insanamente envidioso volvería a serlo, el hipócrita regresaría a su hipocresía, el avaro a su avaricia, y yo… ¿Yo? Volvería a ser un portero sustituto de una selección que ocupaba los últimos puestos en el ranking de la FIFA, sería devuelto a los cauces de la mediocridad. Llorábamos porque éramos mártires de una causa, pero mártires al fin y al cabo.
Me fijé en Bangar. Era el único que mantenía la compostura, a excepción, desde luego, de  Blaji, el rapado. Sin embargo, su expresión plana, fría, resultaba más descorazonada que el llanto de los demás, que el llanto de todos los otros, que el llanto de todos los hombres del mundo juntos, porque Bangar se limitaba a contemplar su cabello desplomándose en el suelo. ¿Puedo decir desplomándose? ¿Puede atribuirse al cabello, sustancia naturalmente liviana, una calidad plúmbea? Lo que sin duda se desploma era la ilusión. La ilusión, es liviana, pero al mismo tiempo, cuando su dirección es descendente, se convierte en una sustancia similar al plomo. Así que la ilusión es leve cuando asciende, pero grave cuando desciende, y por eso contradice la distinción aristotélica entre cuerpos graves y leves que el míster nos había explicado en tantas ocasiones, en aquellas extrañas charlas técnicas que nos regalaba. Lo que se desploma, al cabo, era el sueño de pertenecer a algo superior a nosotros, jugadores de poca monta: una comunidad universal de melenudos.
En algún momento de la noche se divulgó la fantasía de que los jugadores de las demás selecciones, en un arrebato de solidaridad entre melenudos, se cortarían también sus largas melenas. Pero no lo hicieron. En el fútbol no existe la solidaridad. Hay afinidades, simpatías circunstanciales (que duran lo que uno o dos campeonatos).
Porque mientras nosotros éramos esquilados, a los jugadores de las demás selecciones sus melenas no solo eran toleradas, si no aplaudidas. Hasta filmaban spots para la televisión promocionando firmas de champús y acondicionadores. Y con los años, llegada la década de los ochenta, y más aún en los noventa, el fútbol se iba a llenar de perillas, de tintas verdes, naranjas, azules, de rapados, de corte mohicanos, de trenzas, de peinados punk, de medias melenitas, de crestas, de patillas imposibles, de mechas, de champús y acondicionadores, de facturas millonarias en la peluquería. Porque el amor a la estética capilar ocultaría un mal mucho más profundo: el deseo de individualizarse, como si cada jugador se valiera de su peinado para afirmar su individualidad suprema, para llamar la atención del público propio, aunque también de los otros públicos, de los otros managers, de los otros clubes, del dinero. Desaparecería el sentimiento de pertenencia a una manada, o a un clan, a una religión, a una causa, convirtiendo a los jugadores en mercenarios. Sus cortes de pelo serían expresiones más o menos directas de su individualismo feroz. Entonces el sueño sí que habría terminado.


PEARL HARBOUR. La ceremonia de los himnos frente a Japón, el último rival de la primera ronda, mostró al continente la tristeza infinita de los ojos de Mahendra Bangar, ya sin su melena, con su selección matemáticamente eliminada del torneo.
Si admiten la grandeza que concede la melena en la hora de la derrota, piensen ahora en la de los vencedores. Recuerden a Mario Alberto Kempes en la final del Mundial de Argentina 78, su cabello flotando al viento mientras el matador abre los brazos de par en par, como si quisiera abrazar a todo sus compatriotas, como si quisiera volar, como si quisiera que el Estadio Monumental de Buenos Aires alzara el vuelo, que la Argentina alzara vuelo. Resulta imposible sustraerse a esa felicidad capaz de reconciliarnos con la vida. Salvo que se juegue en el bando contrario, claro.
En 1941, la Marina Imperial japonesa bombardeó Pearl Harbour. Y aquella tarde del 76, los jugadores de su selección de fútbol, todos ellos de pelo largo, nos hicieron trizas colocándonos un siete a cero incontestable. Nuestro portero titular recibió un rodillazo en el vientre tras el tercer tanto y solicitó el cambio al entrenador. Luego supimos que fingía. Y allí estaba yo, León Jeoomal, calentando a toda prisa, desprendiéndome del suéter y los pantalones de chándal, saltando al campo para encajar la goleada más humillante de toda la competición. Sentía el fantasma de mi melena ausente, sentía el viento en mi cuello como un escalofrío. Los cuatro goles que encajé los he parado en mi imaginación cientos de veces, por las noches.
Hice cuanto pude; acudí a las supersticiones de siempre (golpeé con la punta de la base de los postes, salté para colgarme del larguero, aplaudí continuamente con mis guantes para animar a los chicos, especialmente a Bangar, irreconocible sin su melena, que corría por el centro del campo como una oveja esquilada y agotada), pero nada pudo evitarme la vergüenza de recoger cuatro veces el balón del fondo de las mallas. Era como jugar dentro de un submarino torpedeado, un submarino que se iba inundando mientras los ojos del capitán se perdían, vacíos, en el horizonte.
Por supuesto, suponer que podríamos haber vencido el encuentro si Bangar hubiera conservado su melena no es más que una muestra de pensamiento supersticioso. Sin embargo, la tristeza de nuestra estrella, contagiada a todos, hizo imposible el logro de un resultado digno; no digo una victoria, pero hay un arco amplísimo de desenlaces posibles entre la victoria y la humillación absoluta. Tal vez no hubiéramos ganado ni aunque el partido se disputara cien veces, pero sin el peso de la desilusión sobre nuestras espaldas (y tomo prestadas las palabras del míster) nos hubiéramos despedido del torneo de otro modo, seguro. Porque los chicos parecían sin fondo, aplomados (ya se dijo cuánto pesa la desilusión). Esporádicamente recuperaban la energía para forzar una falta, y eso era todo.
Aquella misma madrugada volvimos a casa. En el aeropuerto, junto a la cinta del equipaje, los muchachos acordamos concentrarnos en la sede de la Federación e iniciar una huelga de hambre, en protesta por las actitudes de esta y del propio Gobierno, su desprecio a nuestra felicidad. Balaji rechazó la propuesta y, para sorpresa de todos, Bangar también. Nos despedimos de ambos con un apretón de manos. No recuerdo que dijeran nada.
La huelga (otra tontería de juventud, pero en aquella época todas las tonterías parecían tener sentido) se convirtió en una nueva derrota de nuestra causa. En un país en el que el críquet constituye el epicentro de casi todas las pasiones, un equipo de fútbol eliminado del campeonato continental tenía el peso específico de un quinteto de mariachis. Los periódicos reservaron la noticia (los que lo hicieron) una pequeña columna en las páginas de deportes. ¿Huelga de hambre en el país del hambre? El míster tenía razón: el infierno del fútbol no está hecho de esferas, ni siquiera de humillaciones, sino de ocasiones desperdiciadas, de pasado perfecto. Éramos eso, pudo pasado insignificante, cabello perdido, ilusiones desplomadas. No teníamos derecho a formar parte de la actualidad; más aún: no vivíamos en el ahora de los noticiarios, sino en los sótanos del ahora, en los bajos fondos de la actualidad.
Pero no fue solo nuestro combinado nacional lo que se desplomaba, no solo nosotros habíamos desaprovechado una ocasión. Era el fútbol entero el que, a los pocos años, desperdiciaría su oportunidad de congraciarse con la justicia, con los oprimidos, con el hambre. La causa  de los melenudos, imprecisa, volátil, se evaporó a la lumbre del dinero, que es una causa mucho más grave al parecer. El fútbol se volvió individualista. Y lo que es peor: aprendió, sin incomodidad, con el horror. EN MÉXICO 86, MARADONA LE MARCABA un gol antológico a Bélgica mientras las madres de mayo seguían reivindicando justicia, o reparación, o memoria. Y mientras Camerún deslumbraba en el mundial del 90, en el corazón de África se preparaba la tragedia de los Grandes Lagos,  empezaban a germinar las semillas, las rationes seminales de aquellos genocidios y oleadas de refugiados que el fútbol, con su fiesta multicolor, maquillaba ante los ojos occidentales. Si el cinismo es la capacidad de convivir con el horror, y hacerlo sin remordimiento, el fútbol se convirtió entonces en cinismo puro. Es una ley de la historia: con el tiempo, todo se vuelve cínico.

EL NAUFRAGIO. Bangar militó un par de años más en clubes del país, sin demasiada fortuna, a pesar de que volvió a dejarse crecer su cabellera. Yo abandoné el fútbol aquella misma temporada y me hice cargo de los negocios familiares. No volvimos a encontrarnos hasta el 95 o el 96, no recuerdo bien, cerca de Calcuta. Le sorprendió verme en silla de ruedas, cuando lo más sorprendente era, en realidad, su propio aspecto. Además de su melena, que ahora nacía alrededor de una calva que brillaba a la luz de una solitaria y sucia bombilla del techo, se había dejado crecer la barba hasta el vientre. Iba descalzo. Sus pies, los pies del goleador más enigmático que hayamos conocido, me parecieron de una fealdad descorazonadora. Doblaba los dedos hacia dentro para caminar y curvaba el empeine, como si no quisiera cortarse, pisar algo oxidado, o simplemente contaminarse con el suelo.
Su única compañía era un perro. Para jugar con él, le lanzaba un trozo de un balón viejo, un retal que, por supuesto, no rodaba. No era ni siquiera un resto de balón, sino apenas seis pentágonos que, milagrosamente, seguían unidos entre sí. Necesito creer que ese balón había sido importante para mi amigo, que tal vez marcó con él alguno de sus goles-copia, o goles-espejo, o goles-actualización de goles en potencia. El perro galopaba detrás de aquel fragmento de pasado con desesperación, como si aquello no fuera un juego, sino un naufragio en el que hubiera que salvar la mayor cantidad posible de objetos. Y es que el
aspecto de mi viejo amigo, de su universo, no era el de un intocable: era más bien el de un náufrago que hubiera conservado una docena de objetos del hundimiento y se aferrara a ellos con todo su espíritu, remendándolos, otorgándoles distintos usos, reciclándolos.
De hecho, conservaba algunos recortes de prensa en una caja de zapatos. Me emocionó ver de nuevo las viejas fotografías del equipo. Le quedaba algo de ginebra en una botella y la compartimos. No tenía vasos. Tampoco importaba demasiado. Habíamos sido compañeros de infortunio, mártires del fútbol en el reino pagano del críquet, caídos por la causa de los melenudos, como aquellos primeros cristianos que el imperio romano entregó a los leones. Le pregunté por aquellos goles suyos, si él era o no consciente de su condición de doble, y cuál era el auténtico sentido de su talento. Me dijo que no lo sabía, que los goles estaban ahí, que sencillamente había que verlos, que no los buscaba sino que los encontraba, o que eso le parecía ahora, después de tanto tiempo; y luego divagó sobre la memoria y la falta de memoria, y la vejez, y en qué consistía ser un viejo, y si él era uno, y por qué lo era, por qué se envejece, enlazando un asusto con otro hasta regresar al fútbol, deporte que, según concluyó, murió el día en que entró en un vestuario el primer secador de pelo.
Luego no dijimos mucho más, la verdad. Sustituimos el diálogo por un ejercicio de miradas bajas, asentamientos cómplices, manos en el hombro y la nuca. Y cuando dimos cuenta de la botella de ginebra, Bangar reconoció que la frase esa de la muerte del fútbol a manos de los secadores de pelo no era suya, sino de Alfredo di Stéfano. Bangar el copista, Bangar el jugador-espejo, seguía entregado a la pasión por la copia, consciente o inconsciente, gobernada por las semillas de la Creación o no. Sus goles eran copias de otros goles, sus sentencias también, pero ¿a quién copiaba en su pobreza extrema?
No volví a verlo. Aunque esta mañana me pareció que su espíritu se aparecía en un muchacho que jugaba descalzo sobre la tierra, un chico de largas melenas que se soñaba Bangar. En ese juego de espejos, en esa imitación del gran imitador, doble del doble, se cifra no solo mi asombro, sino también mi melancolía por toda una época, y por todo lo que podría haber sucedido entonces; la ocasión desperdiciada de que el fútbol se congraciara con la vida. Una posibilidad que nunca pasó de la  potencia del acto.


Tomado de: Libro de Fútbol.

Escrito por: Mario Cuenca Sandoval.

Alemania vs Hungría. 1954. En caso de apuros, gana Alemania

$
0
0
Franz Beckembauer. 1974.





El fútbol tiene una frase impronunciable: “Alemania está perdida”.
Fragmento tomado del libro “Dios es redondo” de Juan Villoro



El mundial de Suiza, en 1954, se celebró para atestiguar el triunfo de Hungría. Aunque en 1950 Brasil había perdido en casa contra todos los pronósticos, ningún Mundial ha tenido una favorito más claro. La selección húngara no había perdido un juego en cuatro años y medio. En su camino al mundial, Hungría le ganó a Inglaterra 6-2 en Wembley y 7-1 en Budapest. Fue memorizada por aficionados que jamás conocerían el Danubio, pero sabían lo que Kocsis, Hidekuti y Bozsik llevaban en los pies. El sol en torno al cual giraban era Ferenc Puskas, capaz de anotar de zurda a 35 metros de la portería. Se puede decir que la Hungría del 54 fue el primer equipo en practicar con coherencia la formación 4-2-4, en darle valor a los mediocampistas y entender que el centro del terreno puede ser una factoría de goles. El portero, Gyula Grosics, anticipaba el fútbol futuro: usaba los pies para colocar pases de calibrada precisión. A excepción de Hidegkuti, las estrellas húngaras jugaban en el equipo del ejército, el Honver. Se conocían desde hacía mucho y practicaban de común acuerdo otros deportes para fortalecerse. Una utopía comunista en plena cancha. De manera esperada, los húngaros anotaron 17 goles en sus primeros dos partidos en Suiza 54. Lo más significativo es que el segundo partido fue un 8-3 ante Alemania, con Puskas lesionado. Cuando estos dos equipos volvieron a encontrarse en la final, nadie podía esperar un resultado adverso a Hungría. ¿Qué tenía Alemania para frenar el destino? Lo que siempre ha tenido en la hierba: la capacidad de trasformar el calvario en épica. Su capitán, Fritz Walter, era un veterano de 33 años con fobia a los aviones. Había sido paracaídista en la guerra y vio morír a su mejor amigo en un accidente. Lo acompañaba un puñado de jóvenes de la Alemania en ruinas. El entrenador, Sepp Herbenger, era uno de esos excéntricos profundamente racionales que cada tanto produce Alemania. En el primer partido contra Hungría presentó una alineación sorprendente, como si descartara de entrada toda posibilidad de victoria y no quisiera cansar a sus titulares. Sin embargo, sus declaraciones no confirmaron esta suposición, que en el fondo lo favorecía. Cada vez que le preguntaban por el destino de un partido, decía:"El balón es redondo", como si todo dependiera del azar de Dios en el césped. Puskas estaba lesionado y mucho se especuló acerca de su comparecencia en la final. En un gesto que algunos interpretaron como una capitulación adelantada, los alemanes le ofrecieron asistencia médica, que fue rechazada con altivez. La gran inspiración de Herbenger ocurrió en vísperas de la final. El entrenador alemán explicó con voz seca y paciente que en condiciones normales el equipo magiar era superior, pero si llovía , las cosas podían ser distintas. De acuerdo con Victor Hugo, Napoleón perdió en Waterloo porque la lluvia arruinó su virtuosismo de artillero y sus cuidadas de caballería. El mal clima favorece a los que se adaptan al lodo y al desorden. Cuando Herbenger recibió en su palma una gota de agua, supo que la final de Berna sería un duelo de trincheras, una oportunidad para el coraje. Recordemos la voltereta más famosa de la historia. Hasta la fecha, ninguna final ha sido tan sorprendente. en forma esperada, Hungría anotó dos goles en ocho minutos. El capitán Fritz Walter reunió a sus jugadores y les dijo algo que nadie oyó y nunca se supo. ¿Qué podía comunicar ese hombre que no podía oír el ruido de un avión sin venirse abajo? ¿Cuál fue su agónico despacho de guerra? La película El Milagro de Berna narra las numerosas expectativas que desató ese partido: para unos representaba la constatación del desastre alemán después del delirio nazi; para otros, la recuperación del júbilo. Todo empezó mal, pero todo estaba por cambiar. Por esos años nació un niño llamado Gary Lineker, que crecería para anotar goles en nombre de Inglaterra y decir:"El fútbol es un juego sencillo en el que 22 jugadores disputan un balón y al final siempre gana Alemania". De haber jugado diez partidos contra Alemania, posiblemente Hungría habría ganado nueve. Pero ese día llovió y Alemania se supo alimentar de los problemas. La final terminó 3-2, a favor de los reyes trágicos del balompié. Suspendamos el relato para que comparezca un concepto que involucra a la historia de las mentalidades y tal vez a la trasmigración de las almas: la tradición. A menudo sucede que un equipo pierde en un estadio por la sencilla razón de que siempre ha perdido en ese estadio. De poco sirve que llegue en 20 partidos y con un centro delantero al que Nike le fabrica zapatos dorados. El azar o los dioses o los canijos vientos hacen que pierda en esa cancha. El determinismo de la tradición futbolística resulta abrumador. Puede suceder que todos los que fueron derrotados la vez anterior ya estén en otros equipos o se hayan retirado: sin embargo, aunque los nuevos integrantes no compartan con ellos otra cosa que la camiseta, la tradición llega a arrebatarles balones decisivos. A veces estos mitos se derrumban, pero cuesta mucho sobreponerse al fútbol espectral. Algo así ocurrió en 1974 y 1978. En el Mundial de Alemania, Holanda jugaba de maravilla pero carecía de la tradición que se adquiere haciendo gárgaras amargas. Alemania Federal cargaba con un juego predecible y mucho lastre; perdió contra Alemania Democrática, le ganó a duras penas a Chile, padecía la presión de un público que no veía por dónde encontrar motivos para ser pangermánico. Parecía difícil que se impusiera. Pero Alemania estaba apoyada por las sombras largas de los muchos que sufrieron en su nombre. Su capitán, Franz Beckenbauer, era el joven líbero que había deslumbrado en Inglaterra 66. Nadie ha tenido mejor postura en la cancha ni ha corrido sin balón con un garbo tan amenazante. Cuando Heidegger, que no sabía nada de fútbol, fue a un partido, le asombró el determinismo con que corría un joven novato, un jugador tocado por el destino. Era Beckrnbauer.

En los mundiales anteriores, el capitán de Alemania había sufrido lo suyo. En Inglaterra 66 vio cómo la copa se les iba con un gol fantasma (el abanderado soviético que decidió la jugada confesó que había normado su criterio por la gestualidad: el portero alemán lucía abatido y el delantero inglés alzó los brazos; esta iconografía del triunfo le resultaba tan familiar que la aceptó como sustituto de lo que no había visto). En México 70 Alemania perdió el “Partido del siglo” ante Italia y Beckenbauer jugó con el hombro zafado, portando un vendaje de herido de la Gran Guerra.

En cambio, Holanda estaba contenta. Los futbolistas anaranjados bebían buen vino, fumaban un cigarrillo o dos en el descanso del partido, recibían las visitas de sus esposas o sus novias. Los alemanes llegaron a la final como deportados del frente ruso. Naturalmente, ganaron el partido.
¿Y qué decir de los argentinos de 1978? Perdieron contra Italia ante su público y golearon a Perú con alta dosis de sospecha. Pero  representaban al país de Di Stéfano, Sívori, Pedernera y otros genios que nunca ganaron mundiales, pero debieron hacerlo. Los once de Menotti corrían impulsados por deudas acumuladas durante varias generaciones.
Nadie puede calibrar el sufrimiento histórico que desequilibra los partidos. Si un defensa sospecha que su esposa lo engaña con su compadre mientras él está concentrado en un hotel, ese sufrimiento es real pero no histórico. Al día siguiente anotará un soberbio autogol. En cambio, el dolor de los que antes estuvieron en la misma situación potencia como un compuesto hecho de hierro de los tiempos. La gran epifanía en la película sobre la vida del Rey Pelé es el momento en el que, siendo niño, oye por radio la final de 1950 y atestigua la derrota de los suyos en el Maracaná. De esa fisura surgió la voluntad de regate y toque prístino que le permitirían conquistar tres veces la copa que perdió en su infancia.
En cambio, ¡qué trabajo cuesta que Holanda se preocupe! En la Eurocopa 2000 fue la selección mejor afeitada del continente. Como jugaba en casa, las gradas se llenaron de alegres trompetistas. Un marco perfecto para un amistoso, no para la guerra. Cuando Kluivert falló dos penaltis en el mismo partido, las cámaras enfocaron al Príncipe de Holanda: sonreía con un dichoso gesto de kermés. La escena revela la poca repercusión que un lance fatal tiene en los Países bajos

No vamos a encomiar aquí la antropología del desastre; digamos, tan solo, que en Brasil una situación equivalente hubiera llevado a miles de sacerdotisas a decapitar gallos a mordiscos y algunos discapacitados a arrojarse al mar con sus sillas de ruedas. Holanda sólo ganará el mundial cuando sea menos feliz y se deje afectar por complejos y frustraciones que hasta ahora desconoce.



Tomado de: Dios es redondo.
De: Juan Villoro.

Checoslovaquia Vs Alemania. 1976. La Primavera al poder

$
0
0



Antonin Panenka. 1976.

"Podrán cortar todas las flores, pero nunca detendrán la primavera".

Pablo Neruda.


Por: Edwin Medina.


El fútbol se puede ver desde dos aristas: Como eterno manipulador de masas, como espectáculo alienante productor de consumismo desaforado, pero también, como representante de culturas e identidades nacionales y en algunas ocasiones como instrumento de lucha política. En esta última definición, me quiero detener e ir atrás, hasta los años 60, más exactamente a Praga, cuando surgió una revolución proveniente no de guerrilleros o campesinos oprimidos, si no por intelectuales, eruditos y escritores.

El crujir de las piedras siendo machacadas fue el primer sonido anormal que escucharos los habitantes de Praga aquel día. Luego, el unísono de botas desfilando hacia el centro de la ciudad terminó por asombrar aún más a los checos. Un centenar de tanques de guerra y miles de soldados soviéticos  asaltaron la ciudad, no dispararon ni una sola bala, no subyugaron a nadie, mucho menos hubo secuestros o saqueos,  tan solo querían demostrar su poder, querían ser vistos como el ejército poderoso que eran, para poner fin así a la Primavera de Praga. La máxima de Mluhan tomaba más autenticidad que nunca: El medio es el mensaje.

La Primavera de Praga junto al Mayo Francés, fue uno de los fenómenos sociales más hermosos del siglo XX. Al terminar la segunda guerra mundial, los soviéticos quedaron al mando de varios países europeos, entre ellos Checoslovaquia. El comunismo ingresó al país de manera autoritaria, tomando el poder absoluto, eliminando los partidos antagónicos ideológicamente, y reformando todas las leyes del país.
A los checos no les gustó la idea de recibir órdenes de líderes extranjeros y bajo el mando de los intelectuales de la época, unidos en un movimiento llamado: Unión de Escritores. Conformada entre otros por Franz Kafka, Antoni Jaroslav, Milan Kundera y  Alexander Dubcek, surgió una revolución, no de armas sino de ideas por parte del pueblo checo dirigida hacia el Kremlin ruso. Este grupo deseaba democratizar el país, y disminuir el dominio moscovita en los asuntos de la nación. Esta autonomía que buscaba Checoslovaquia en la Primavera de Praga se basaba en la educación, en la libertad del individuo, y en la pluralidad de pensamientos. Actuar "según su conciencia". Poner fin a la censura, y tener derecho cada uno de los ciudadanos checos de criticar al gobierno. Libertad de prensa  y autonomía de la misma, para producir informes mordaces sobre la incompetencia del gobierno y la corrupción.

 En ningún momento los chechos deseaban expulsar de su país a los rusos, de hecho aceptaban su poder armamentístico e idelógico, pero no deseaban ser gobernados por ellos y se negaban a aceptar el modelo soviético. Los rusos al darse cuenta del apoyo que estaba recibiendo los checos por parte de otros países, por su renacer intelectual y por su forma de hacer una revolución con ideas o como lo llamo Dubcek: Socialismo con rostro humano. Decidió poner fin a La Primavera de Praga. No estaba bien visto para el Kremlin que en plena Guerra Fría uno de sus subordinados se revelará y se convirtiera con el tiempo en su peor enemigo. Los rusos sabían que los chechos eran comunistas, pero eran otro tipo de comunistas, tal vez comunistas románticos o menos radicales. Así que cuando las nuevas reformas que surgieron de la Primavera de Praga tomaron vigor, los moscovitas decidieron echarlas abajo,  los rusos invadieron Praga, llevaron a Dubcek a Moscú, e implantaron su régimen totalitario en el país. Las armas vencieron a las ideas.

Este renacer intelectual que se dio en Checoslovaquia en aquella época surgió en todos los escenarios y rincones del país, incluso en el deporte. Por aquel tiempo los checos se dieron cuenta que podían enfrentar al mundo de  igual a igual. Uno de los hechos que marcaron aquella época fue el triunfo categórico del Slavia Praga sobre el Real Madrid y sus estrellas. Pero el clímax máximo del deporte checo  fue conseguido tiempo después al ganar la Eurocopa de 1976 gracias a un gol lleno de talento e inteligencia marcado por Antonin Panenka.

Era la final de la Eurocopa de 1976, alemanes y checos se encuentran cara a cara en Belgrado. Los alemanes venían de ganar dos años atrás a la Naranja Mecánica la Copa del Mundo, por ende eran los favoritos, sin embargo, los liderados por Franz Beckenbauer, no pudieron encontrar un ganador a lo largo de los noventa minutos ni en la media hora adicional. El encuentro terminó igualado a dos tantos, y por primera vez una final de Eurocopa se definiría por lanzamientos desde el punto penal.
  Los primeros siete penaltis encontraron su objetivo. Excepto el volante alemán Uli Hoeness el cual erró, mandando el balón por encima del larguero. Luego, llegó el turno de disparar a Panenka, éste lo hizo de una manera audaz, viváz, sublime, logrando que su lanzamiento alcanzara la inmortalidad.

Panenka besó con su botín la esférica, ésta se despegó del pie derecho de Panenka de forma lenta, elegante. El balón ingresó como en cámara lenta, el portero alemán ya acostado vencido sobre el verde césped de Belgrado, observaba como la bala blanca ingresaba como sonriendo, esperando a besar la red.
Fue el gol del triunfo,Panenka corrió con los brazos abiertos hacia sus compañeros, fue abrazado por ellos, pero no sólo fue un abrazo entre futbolistas, era el abrazo de todo un país. El gol de Panenka, fue un gol único, lleno de inteligencia, anotado por alguien proveniente de una sociedad que prima las ideas a las armas. Lo colectivo a lo individual. una sociedad que le dio al mundo a excelentes escritores, grandes jugadores y por supuesto, el gol de penal más hermoso de la historia.







Barcelona Vs Bayern Munich. 2015. Messi y los hilos de Boateng

$
0
0
Messi-Boateng.


Hugo Asch.

De la humanidad de un maestro forma parte el poner en guardia contra sí mismo a sus alumnos”. Friedrich Nietzsche (1844-1900); de “Aurora” (1881), aforismo 447.


El problema con Messi es que siempre hay más archivo que memoria, las cámaras registran cada movimiento suyo y nos llenan de pereza a la hora de explicarlo. Nadie quiere oír sobre Messi. Todos corren a verlo, una y otra vez, ejerciendo su curioso oficio: desafiar los límites de lo posible.

Maldita perfección. Para contrarrestar su efecto anestesiante –al menos a mí me pasa, tal vez porque me interesan demasiado las palabras–, me obligo a no ver más de un replay. Que el resto sea pura sensación. Un recuerdo: eso que Woody se pregunta, en la línea final de Otra mujer, si es algo que tenemos o hemos perdido.
Se lo confesé a Perfumo, alguna vez: “Yo te vi hacer cosas que ni vos sabés que hiciste”. Fui testigo, a mis 9 o 10 años, en el Coliseo. El la pisaba en el ángulo del córner, de espaldas a la cancha, acorralado por Chirola Yazalde, el 10 de Independiente. Entonces, sucedió: taco, túnel y salida limpia, elegante, muy a su estilo, con pelotazo de manual que aterrizó en el pecho de Maschio. ¿Si fue tal cual? Qué importa. Esa jugada creció conmigo. Es más, la veo ahora mismo, mientras escribo.

Borges, obsesionado con el tiempo y sus misterios, solía citar una frase que escuchó de boca de su padre, Jorge, y que lo perturbó desde jovencito. El creía que si vivimos un hecho y lo grabamos en nuestra memoria, lo que después recordaremos será, ya no el hecho, sino ese primer recuerdo. El resto será olvido; bruma o fantasía, alimento para mitos.
Pero con Messi no hay espacio para invenciones: todo lo suyo está a la vista, multiplicado en las pantallas, impecable como una ficción. Cuando entra en acción, propios y extraños se preparan sólo para lo inverosímil. Que, tarde o temprano, sucede.
Pep Guardiola lo presentía. Lo dijo antes de entrar, como una visita incómoda, al club que lo vio nacer y crecer. “Uno prepara su estrategia, piensa el partido, pero si interviene Messi, bueno… en ese caso, no hay nada que se pueda hacer”.

Jerome Boateng, campeón mundial en Brasil, 1,92 de puro músculo, fue atropellado por el asombro. Esperaba un enganche hacia adentro pero no, maldito sea: giró hacia afuera. Cuando lo supo ya se derrumbaba, sin esa dignidad en la derrota que sí tuvo Mano de Piedra Durán, anestesiado por la derecha asesina de Tommy Hearns. El pobre Boateng se desarmó como un títere al que le cortan los hilos. Quedaba Neuer, el mejor arquero del planeta. Messi se la pinchó con su pierna menos hábil, si tal cosa es posible. Un gol hermoso, algo cruel.
Tres minutos antes, a los 77, había hecho el primero: latigazo de zurda antes de pisar el área, llegando por derecha. Un clásico. En el minuto final le sirvió el tercero a su amigo Neymar. Caso cerrado. Edipo resuelto para el Barça. “Nos vemos en la próxima”, les dijo Sigmund Messi, en riguroso alemán. Nadie imagina un milagro.
Hasta ese súbito despertar, el duelo entre la criatura que Guardiola formó en La Masía y su Bayern era una partida de ajedrez destinada a ser tablas. Un equilibrio políticamente correcto, comprensible.

El Barcelona ya no es Xavi, Iniesta y Cesc, toque y toque con Messi como gatillo, buscando una luz entre tanto defensor absorto. Hoy se los ve menos barrocos, más directos, sustentados en su power trío: Leo, Neymar –cómodo como partenaire de luxe– y Suárez, un 9 que, por fin, no lo irrita. Pero la pólvora estaba mojada y este Bayern, letal pero ciclotímico lejos de casa, aún está a mitad de camino entre el equipo de Heynckes y éste, que se acomoda al sutil entramado guardioliano.

Pep sorprendió con una audaz defensa en línea de tres que resultó una moneda al aire: a los 15 minutos ya eran cuatro. Mejor protegido, propuso lo suyo: presión alta, posesión, juego a un toque, dinámica. Un equipo preciso hasta la exageración; pero también, sin Robben ni Ribéry, un pájaro sin alas. Para colmo, Lewandowski, máscara, tabique y mandíbula fracturados, deambulaba en campo enemigo como un Darth Vader sin capa ni leales. ¿Entonces? Ni el padre ni el hijo. Messi.

Que parece que no está y, cuando le da la gana, aparece y hace lo suyo. Juega, con esa genialidad que le brota así nomás, como si nada. Como hace veinte años en Rosario, cuando era un enanito impertinente que desafiaba las leyes de la física con una pelota que parecía llegarle a las rodillas mientras, a su paso, caían pequeños Boatengs.
Por cierto, me alegré por la asistencia y el penal convertido por Carlitos Tevez para que su Juve le ganara 2-1 el primer chico al Real Madrid. Me aburrí con la previsible pelea entre el avaro Mayweather y el baqueteado Pacquiao.

la pelea Mayweather-Pacquiao. Un show tardío, cinco años más tarde de su momento ideal. Una pena; pero no para ellos, que quintuplicaron sus ingresos. A falta de interés deportivo, me concentré en el entorno. Uf, fue peor. Amo el boxeo, pero su show berreta y carísimo me deprime. Ay, ese cinturón con tres mil diamantes; ay, los que en la reventa pagaron por un ring side lo que aquí vale una casa; ay, esa insólita capacidad que tiene Las Vegas para superarse y ser, cada vez, más opulenta, más vulgar. La novela del negrito brillante y arrogante que cuenta millones en público contra el piadoso y algo baqueteado guerrero filipino que –oh, no– quiere ser presidente. Vaya si funcionó.

Todo muy lindo, pero en la semana de los big shows, el espectáculo, una vez más, lo dio ese petiso con cara de nada que se divierte negando lo imposible. Que nada sabe de Edipos futboleros, aburguesamiento o falta de sed; que ya pasó la mitad de su vida en la ciudad donde creció, a puro pinchazo y silencio, sin que se le haya pegado nada de su acento, esas eles tan catalanas. Nada. Ni rastros, ni cicatrices. Puertas adentro, su familia. Afuera, la pelota, él y el asombro ajeno como rutina. Suficiente.

Alemania Vs Inglaterra. 2001. Los que ya no vuelven

$
0
0
Hinchas ingleses en el estadio de Munich 2001.


“Parecía que Wilson Reyes iba a pasar por la guerra como una bandada de pájaros reflejada en un cristal, pero una mañana su brigada al completo marchó a una operación en un pueblo cercano y Reyes ya no volvió. (…) A su paso, los camiones dejaban un rastro de tristeza que olía a nieve y gasolina. El Flaco vio cruzar a los colombianos supervivientes, distribuidos en varios jeeps abiertos, pero no pudo distinguir a Reyes entre ellos; no se le ocurrió ni por un solo instante, que su amigo Reyes se hubiera pasado al bando de LOS QUE YA NO VUELVEN. 

Fragmento tomado del libro “El ladrón de morfina” de “Mario Cuenca Sandoval”.


Por: Edwin Medina.


Todos en algún momento de nuestra vida hemos tenido que pasar a un ser querido al bando de: “Los que ya no vuelven”. Suele pasar sobre todo en la guerra, porque en ésta, las amistades son más sólidas, más fieles, que en otros lugares, y como no serlo, si la muerte acecha a cada instante y no se sabe si habrá mañana para volver a ver a los colegas de trinchera.

El fútbol es la continuación de la guerra por otros medios, aseguró hace ya bastantes años el gran periodista inglés George Orwell. En el deporte más popular del mundo continuamente al igual que en la guerra vemos como ídolos año tras año pasan al bando de Los que ya no vuelven. Este año fue el turno de los hinchas de Liverpool que no volverán a ver a su eterno capitán Steven Gerrard y hace unos años los hinchas del Manchester United debieron despedir en seguidilla a Paul Scholes, luego a Alex Ferguson y luego a Ryan Giggs, duro golpe para los reds.

La guitarra rápida de Mick Fairbairn y la voz de Mark Brennan con tono de sarcasmo alegría y rabia le dieron vida a aquella canción llamada England 5 Germany 1, cantada por la banda de punk británico The Business, dedicada a ese grupo de jugadores que humillaron a la poderosa Alemania en su propio territorio allá por el 2001.

Aquel encuentro se daba por las eliminatorias europeas para la Copa Mundial 2002, pero no sólo era eso,  en realidad era la reanudación de las hostilidades basadas en décadas de rivalidad mortal y derrotas dolorosas para los ingleses: La victoria de Alemania en Wembley en la Eurocopa 96, la derrota inglesa en semifinales de Italia 90, la derrota por 3-2 en México 70. Estos fueron los resultados más dolorosos para los  inventores de fútbol ante su némesis absoluto. Pero el triunfo 5-1 ante Alemania generó un desahogó para la fanaticada de la isla por el peso de la historia y la creencia de que Inglaterra comenzaría a saldar cuentas pendientes.

Inglaterra saltó al campo de juego aquel día con Emile Heskey y Michael Owen, atacantes peligrosos, veloces, potentes. David Beckham, el pie más suave de Europa, siempre sonriente, sereno, haciendo pases perfectos. Junto a él, Steven Gerrard y Paul Scholes en el centro del campo con un rendimiento de alto nivel. Eran los volantes cinco perfectos, o por lo menos en ese partido lo fueron. En tanto fútbol que vi en mi vida, me atrevo a decir, que son los mejores que vi en toda la historia de Inglaterra. Siempre pasando desapercibidos, les importaba poco la publicidad, el show, el merchandising, siempre claros sobre el césped, eficaces, veloces mentalmente. Son aquellos hombres que no ganan Balones de Oro, si no que los fabrican, como lo diría Xavi Hernández, cuando el mundo le pedía una explicación al crack catalán de por qué él e Iniesta no ganaron el Balón de Oro 2010 luego de ganar el mundial de fútbol.

En aquel duelo Owen sería la figura para la prensa inglesa ya que el veloz delantero marcó tres de los cinco goles. Pero lo que jugó Gerrard y Paul, los cracks invisibles fue apoteósico, corrieron por toda la cancha, erraron pocos pases, fueron un tutorial del cinco perfecto: La recupero, la toco, busco el espacio, vuelvo y la entrego, festejo. Si no, miren el último gol de Inglaterra, lo que hizo Paul es de crack. O el tercer gol de Owen, lo que hace Gerrard es increíble, recupera la esférica y hace un pase a lo Valderrama o a lo Riquelme, para dejar mano a mano a su compañero frente a Oliver Kahn. Unos genios.

Aquella victoria inglesa fue más allá de términos futbolísticos, es más sobre la superación de los obstáculos mentales, más que las físicas o técnicas, y esa gran generación de jugadores lograron hacer descansar algunos de los fantasmas de la Inglaterra del pasado.

Ya no están en las canchas, Paul, se retiró en silencio, se nota que siempre odió ser el centro de atención. Gerrard naufraga el epílogo de su carrera por tierras estadunidenses, allá bien lejos de su amor eterno Anfield Road, tratando de olvidar aquel maldito resbalón que le arrebató la Premier League. Será imposible para él olvidarlo, como será difícil para nosotros los amantes de los crack invisibles olvidarnos de ellos.

Chile Vs Argentina. 2015. Invierno en el sur

$
0
0





Capitán chileno Claudio Bravo, ingresando al Palacio de La Moneda


"!Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición."
Últimas palabras de Salvador Allende en el Palacio de La Moneda.

Por Edwin Medina.


Abel Aguilar cabeceó el balón en dirección a James Rodríguez y luego hizo lo que todo volante central debe hacer, correr al espacio vacío  para mostrarse como opción de pase. Pero el diez colombiano no devolvería la pared, como haría cualquier otro jugador.  James ya tenía la idea de lo que haría en su mente, luego de recepcionar perfectamente el balón con su pecho, sacó un zurdazo imparable que besó la red del Maracaná. Muslera abatido, no entendía por donde había ingresado la esférica. Fue el gol más hermoso del 2014. Aquel gol le dio la clasificación a Colombia por primera vez en la historia a Cuartos de Final de un mundial.

Desde esa noche de julio de 2014 los dirigidos por José Néstor Pékerman han vivido del recuerdo. Colombia no ha hecho buenos partidos, y los que ha ganado han sido con rivales de menor envergadura. En la Copa América 2015 no fue la excepción. Colombia jugó muy mal, sobre todo su diez. James en Chile,  parecía otro, no me refiero a su calidad futbolística, si no a su comportamiento. Noté en él, algunas actitudes propias de Cristiano Ronaldo: chulesco, agrandado. Rodríguez protestaba por todo, incluso fue desleal, ante Perú debió irse expulsado por un codazo a un colega suyo. Colombia terminaría a mi concepto siendo la gran decepción de la Copa América Chile 2015, sólo anotó un gol, y aunque recibió pocos, ante Argentina debió haberse ido goleado y ante Perú y Venezuela no fue superior.

 En la selección hizo falta según la prensa varios jugadores lesionados, puede que sí, pero lo que más faltó fue liderazgo, el liderazgo y el poder de la palabra, del convencimiento, aquel que transmitía el tótem Mario Yepes y Farid Mondragón. Hizo falta, y mucha, alguien que le hablara a James y le dijera que volviera a ser el obrero trabajador del medio campo y no el rebelde sin causa en el que se convirtió. Afortunadamente, hay un gran técnico y un buen grupo de jugadores que pueden conseguir la clasificación a Rusia 2018 y cambiar la imagen de esta selección.

El país que Pablo Neruda definió como:  un largo pétalo de mar, vino y nieve, vio llegar a las dos mejores selecciones a la final: el local Chile y Argentina. Herederos de obreros, trabajadores e intelectuales muertos en la dictadura chilena presenciaban el encuentro, allí mismo, en el estadio Nacional, donde Pinochet asesinó de forma violenta y despiadada a miles de compatriotas.

“¿Le recuerda esto a Los últimos días de Pompeya?” Dijo Salvador Allende a un periodista cuando ya veía venir el golpe de Estado. Corría los años 70 y la capital chilena era un hervidero, la cual se dividía en campamentos armados. Los terroristas de derecha financiados por la CIA y con el apoyo del presidente de Estados Unidos Richard Nixon y Henry Kissinger volaron postes eléctricos y sembraron el terror amedrentando a los nostálgicos comunistas que no querían ver derrocado a su presidente electo democráticamente por voto popular.  El golpe estaba planeado para las seis de la mañana del martes 11 de septiembre. Aquel día el Palacio de La Moneda estaba envuelto en polvo y llamas por los aviones estadounidenses y los francotiradores chilenos que atacaron desde temprano a Salvador Allende y a los suyos. Los militares se  apoderaron de todas las emisoras justificando el golpe y le pedían a Allende que se rindiera por teléfono o por radio. Los tanques se apostaban frente al edificio. Allende apareció fugazmente sobre el balcón, observó la desierta plaza del palacio, como si le estuviese  hablando a una multitud imaginaria. Allende se puso un casco y una mascara de gas, se abrochó un chaleco antibalas, sacó un Kalashnikov que le había regalado Fidel Castro, una escena que pasaría a la posteridad y desapareció por el laberinto de despachos y sótanos de La Moneda, por los mismos laberintos por donde correría felizmente décadas después Alexis Sánchez con la Copa. Antes de morir Allende entre las llamas herido, dijo a sus compatriotas: “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”. Allende murió y Pinochet subiría al poder comenzando así décadas de violación de derechos humanos, muertes, asesinatos y matanzas prolongadas de civiles. Luego Nixon llamaría a Pinochet para felicitarlo por el golpe y por haber evitado un posible aliado más de la URSS en américa del sur.

En el plano futbolístico, la final fue más luchada que jugada. Desde el inicio se vio que el técnico Sampaoli había estudiado a la celeste. Cada vez que Pastore recibía el balón, dos y hasta tres jugadores iban sobre él para no dejarle filtrar sus pases mortales. También hacían los chilenos una presión alta, para forzar a Otamendi y Garay en la salida y asfixiar el juego fluido argentino. Por el otro bando se notó la confusión del técnico Gerardo Martino,el cual nunca supo cómo doblegar a Chile. Fue tanta la confusión, que Argentina terminó  jugando con tres volantes de marca: Biglia, Mascherano y Banega. Aislando por completo a Messi y negándole la posibilidad de asocio. ¿Han visto ustedes alguna vez a Messi en Barcelona jugando con tres volantes de marca? Claro, es muy fácil caerle al diez argentino y decir que el culpable de todo es él. Cuando fueron las variantes tácticas, (como la no inclusión de Tévez), las que dejaron a Argentina una vez más sin copa.

Al final un empate a ceros forzó la definición a tiros desde el punto penal, allí, Chile no falló y ganó por primera vez en la historia la Copa América. Chile merecía el titulo, y me alegro por ellos, no por sus jugadores, sino por el pueblo austal. No me alegro que Jara sea campeón de América, ni Medel, ni Vidal, en el fútbol existen códigos y lo que hizo Jara ante Cavani es desleal, traidor a un colega.  Existen mil formas de provocar a un rival, pero esa provocación de Jara es propia de un cobarde. Tampoco me alegro por Vidal, el cual debió haber ido preso por el accidente automovilístico que causó, pero el todo vale, fue premisa en la copa para las autoridades chilenas. Y mucho menos me alegro por Medel, el cual debió haber sido expulsado por una patada tremenda a Messi. Medel, que dice que si no hubiese sido jugador, seria narcotraficante, confunde huevos y garra con juego sucio.. En cambio, si me alegro por aquellos chilenos que nunca conocieron a sus padres o abuelos, asesinados por los militares en la dictadura, estoy seguro que el pueblo chileno cuando vio anotar a Alexis Sánchez el último penal no pensó en Jara, Bravo, Medel, si no en esos muertos que revivieron en el estadio Nacional,  viendo a Chile unida, viviendo en democracia y tranquilidad.




Chacarita Juniors Vs Atlanta. 2012. Hay que matarlos a todos

$
0
0



Hinchada Chacarita 2012.





Felizmente, pensó, la penosa transformación habría de limitarse a los días de plenilunio. Aunque ahora, recién superada por primera vez, notaba como si le hubiese legado alguna secuela. Y aquella difusa cólera latente, aquel imperceptible deseo de revancha, no le dejaban, no, del todo tranquilo.
De ‘El lobo-hombre’ (1947), cuento corto de Boris Vian (1920-1959)


Digamos que, a esta altura, ya me acostumbré a la desmesura del fútbol; un ámbito donde cada animalada es vista como excepción cuando, lejos de ello, se constituye en nueva regla. Me niego a discutir sus estúpidos lugares comunes. Por ejemplo ese que dice: “El público paga y tiene derecho a expresarse”. Pues no. Aceptar que cualquier energúmeno te insulte, te llame ladrón y exija a los gritos que te echen porque perdiste un partido, es como volver al “estado de naturaleza” del que hablaba Thomas Hobbes en su Leviatán, escrito en 1651.

Hobbes, un duro, desarrolló su idea de un contrato social para limitar y controlar el natural instinto salvaje del ser humano. Allí describía el peligro de una “guerra de todos contra todos” (bellum omnium contra omnes) y advertía: “El hombre –malo por naturaleza– es el lobo del hombre” (homo homini lupus est). Más de tres siglos pasaron y para algunos, las cosas no parecen haber cambiado demasiado. 

Estuve en Auschwitz en 1979, durante la tensa primera visita oficial de Karol Wojtyla a su país natal como nuevo Papa. Ese campo era, desde su mismo diseño, una perfecta fábrica de muerte. Hornos. Horcas. Paredones. Y las duchas, donde en lugar de agua caía gas Zyclon B. En las paredes, cubiertas por vidrios, podían verse los arañazos. Morían como ratas porque eso eran los judíos para los nazis. Ratas, no seres humanos.

“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, dijo alguna vez Theodor Adorno. ¿Cómo calificar, entonces, las rimas que, con notable obstinación, la hinchada de Chacarita repite cada vez que juega contra Atlanta, su clásico rival, un club identificado con la colectividad judía? Estos imbéciles tienen sus hits y, obvio, los cantaron la semana pasada en San Martín, antes de emboscar y casi linchar a medio centenar de dirigentes que acompañaron al equipo. El más festivo, advertía: “¡Ahí viene Chaca / por el callejón / matando judíos / para hacer jabón!”. 

Cierto; eso hacían con la grasa de los cuerpos. Yo los vi. Tienen forma irregular, un tono amarillento y, en algunos casos, restos de pelos. Es un recuerdo perturbador, pero para eso están allí, exhibidos. Para perturbarse, para no olvidar. Con eso se divierten estos subnormales. 

Otro hit refiere a “hazañas” locales. “Les volamos la embajada / les volamos la mutual / solo les queda la cancha / y se la vamos a quemar”. Muy bien. Suficiente. El castigo debería hacerles honor. Que sea… a lo bestia. ¿Exagero? Para nada. No subestimemos el valor de la palabra, muchachos. 

Los chinos tienen una curiosa maldición: “Que se cumplan todos tus sueños”, dicen. Ahí sonaste. Vivir sin sueños sería intolerable. Tanto, como que se cumplan tus peores pesadillas. En medio del caos de 2001, Baby Etchecopar, después de recibir una amenaza, creo, dijo esto en su programa: “Los argentinos vamos a salir a cazar ratas, a cazar gente que nos molesta. Todo hombre tiene derecho a la autodefensa. No sé si me gustaría cargar en mi conciencia con la vida de un ser humano, pero si peligra la integridad de mi familia, no dudaría en usar un arma”. 

No conozco a Etchecopar salvo por sus opiniones, con las que suelo no coincidir. Pero es imposible no solidarizarse con alguien que sufrió un asalto a mano armada, en su propia casa y con su familia presente. Estas “ratas”, cierto, nada tienen que ver con esas víctimas de Auschwitz estigmatizadas por el nazismo. Son jóvenes crueles, violentos, devastados por la droga, que balbucean una jerga que solo desciframos con la ayuda de los programas de América. Pero no cayeron del cielo. Son producto de otra clase de fábrica. Una que multiplicó excluidos durante los noventa mientras nuestra clase media tomaba sol en Miami o Punta Cana. 

Salvajes, despiadados con un arma en la mano, no debe ser fácil enfrentarse con ellos en su propio terreno, a balazos. Hay que tener, al menos, algún código en común. Tirar a matar no es para cualquiera.Habrá mil debates. “¡Hay que matarlos a todos!”, gritarán unos. “¡Perpetua para los de 14!”, pedirán los que exigen mano dura. Alguno dirá: “Esto, con los militares no pasaba”. Lo de siempre.

Es increíble que alguien crea que la pena de muerte podría cambiar algo, más allá de reimplantar un Estado asesino que ya sufrimos. La vida de esos chicos no vale nada, para nadie. Ellos lo saben y por eso se la juegan a cara o cruz en cada salida, llenos de odio. Nada les importa. Nada son, nada tienen que perder. Bajemos al sótano a revisar nuestro retrato de Dorian Gray, compatriotas, porque esas “ratas” son obra nuestra. A hacerse cargo.

De esa maginalidad surgió otro curioso invento nativo: los barras profesionales. Esos que, en “estado de naturaleza” hobbesiano, también defienden su terreno a sangre y fuego, mientras facturan a cuatro manos. Los medios los llaman “inadaptados” (ridículo: nadie más adaptados que ellos), mientras el negocito crece, cada vez con más socios. Punteros, dirigentes, policías, vendedores de esto o aquello. Por eso están, siempre, se diga lo que se diga.

Nazis de cartón. Chorros limados. Locos de la guerra. Odio de clase. Malheridos. Muertos. Vivillos. Amantes del plomo.

Lo siento, Hobbes. Me quedo con Boris Vian y su historia del lobo del bosque de las Supuestas Quietudes, al pie de la costa de Picardía, que un día fue mordido… por un ser humano.Acá es igual. Son los hombres los que muerden a los lobos. 



Perfumo soy yo.

$
0
0







Por: Hugo Asch.


Quedó encerrado en el ángulo del córner, cubriendo con su cuerpo la embestida del Chirola Yazalde, el 10 de Independiente. Esas jugadas que hoy se resuelven con un rebote o un foul y a otra cosa. Pero no.

Mi héroe siempre fue más mágico que lógico, así que un segundo después, en un inverosímil pase de magia, salió de la trampa pelota al pie, dejando a Yazalde, perplejo, humillado, mirando el banderín.

Todavía cierro los ojos y lo veo. Una pisadita, un taco por entre las piernas, un giro elegante y la salida limpia, levantando la cabeza como si lo recién hecho no fuese nada más que una rutina menor, cosa de todos los días.

Nadie, en más de cuarenta años coincidió conmigo en los detalles pero a mí eso no me importa. Por eso, cuando lo conocí en el estudio de ESPN donde se transmite Hablemos de Fútbol le advertí: “Yo te vi hacer cosas que ni siquiera vos sabés que hiciste”. Y él sonreía con ese gesto juvenil, fresco, que mantenía aún pasados los setenta.
Basile lanzó una carcajada en una noche de tango que compartimos en el Faena. ¿Con El Equipo de José jugaban un 1-0-9, ¿no? ¡Estaban todos locos!”. El vozarrón del Coco, entonado con el Johnny Walker Blue Level, su “elixir”, me dio las claves de ese equipo irrepetible: “Lo principal: abajo quedaba Roberto, que los paraba a todos. ¡Y la otra era que Pizzuti era soltero, por eso nos mandaba a cabecear, a mí, al Panadero, a todos, ja ja ja!”.
Perfumo la rifaba cuando había que hacerlo y salía jugando porque le gustaba hacerlo desde sus tiempos de mediocampista. Verlo era imponente. La cabeza levantada, el pecho inflado, su mirada revisando la posición de cada uno en el campo, la pelota como una extensión de su pie derecho. No la miraba, casi. Así la llevaba, displicente, seguro de sí, iluminado.

A fines de 1966, Racing inauguró las nuevas torres de luz Siemens del estadio y para celebrarlo jugó un amistoso con el Bayern Munich. El partido lo ganó Racing 3 a 2 y, aunque no jugó Perfumo, me pareció descubrir un clon suyo. Aprendí su nombre de memoria y lo seguí por años: Franz Beckenbauer.

Roberto Perfumo fue, por lejos, el mejor 2 de la historia del fútbol argentino, de los mejores del mundo. Por lo que era y por lo que transmitía. Alguna vez, Basile le rogó a Pizzuti que lo incluyera en el equipo aunque estuviese lesionado: “¿Vos sabés lo que es para un delantero saber que lo va a marcar Perfumo?”.

La primera vez que lloré por una mujer tenía 11 años. Ella se llamaba Miriam y tuvo la desgraciada idea de encerrarse en un aula vacía para darle un beso a otro. Lo toleré como pude en la ENPA de Avellaneda y una vez en mi casa me encerré a llorar en el baño. Eso sí: menos tiempo y con menos intensidad –lo confieso– que cuando el Mariscal tiró por arriba del travesaño un penal decisivo contra el Universitario de Lima de Chumpitaz, en Avellaneda, que ya nos ponía en la final de la Libertadores.

Me sacó mi papá cuando ya no me quedaban lágrimas ni fuerzas. Cosas del insensato amor al fútbol y al ídolo infantil. Pero ganamos el tercer partido en Chile, y después, contra el Celtic, fuimos campeones del mundo.
¿Cuánto valdría el pase de Perfumo, hoy? Un central seguro, fuerte, técnico y seductor para el mercado femenino. Inimaginable.

Perfumo fue prócer en Racing, su club; en Cruzeiro, cuando las transferencias al exterior eran un exotismo, y en River (ay), donde volvió para terminar con la sequía de 18 años y conformar, junto a Fillol y Pasarella, el trío defensivo más virtuoso de la historia.
Alguna vez, mi sabio amigo Sergio Palma me dijo: “No me gusta que me llamen ex boxeador. No soy ningún ex. Soy un boxeador, que está viejo para seguir peleando”. Perfumo, lo sé, pensaba lo mismo.

Seguía sintiéndose un futbolista, un crack, al que el tiempo, ese ladrón, lo obligó a parar. Cuando se quedó sin su juego se deprimió, pasó meses tirado en la cama hasta que se reinventó, como se reinventa la gente con genio. Y fue otra vez Perfumo, el Mariscal. Con más fuerza que nunca.

Empresario textil del montón, aplicado estudiante de la Psicología Social de Pichon Rivière, y por fin un catedrático a la hora de explicar el fútbol en los medios. Sin obviedades, sin frases hechas. Perfumo era tan amable como implacable. No toleraba ciertas miserias instaladas en el ambiente: simular foules, pedir amarillas o rojas para un colega, hacerse atender por un rasponcito.

En su código, quien se quedaba en el suelo agrandaba rivales y avergonzaba a sus compañeros, que ya se la harían pagar en el vestuario. Hablar con él era un lujo; pero sobre todo una fiesta.
Mi primera camiseta de Racing tenía un 10 en la espalda, por mi edad. No la quise. Quería una con el 2. “Es que yo soy Perfumo, ma”, me quejé. Y mamá Aída –por Verdi–, descosió, consiguió el número y al fin pude salir, pecho inflado, mentón desafiante, con la vana esperanza de que, sintiéndome el Mariscal, podría enfrentar todos los males de este mundo.

Toda mi vida quise ser Perfumo, y no quiero dejar de serlo. Tuve su póster en mi habitación años, junto con los de Zappa, Hendrix y Guevara. Pero en mis sueños, yo era Perfumo. Tan elegante, tan suficiente, tan angelical, tan duro. Perfumo estaba allí, en mi barrio, era mío, más que ningún otro.Perfumo soy yo ahora, en el llanto. Un mar de gotas gordas como esculpidas por Botero, maldito sea.

Con él también se muere una parte de mí; la infancia, el héroe que defendía, solo, todos mis sueños.


India Vs Corea del Norte. 1976. Los Mártires del balompié (Parte 2)

$
0
0







ÉRAMOS, en efecto, UN EQUIPO PARADÓJICO: mientras ignotas fuerzas de orden metafísico guiaban a nuestro goleador, los demás nos entregábamos al desorden por las noches, con las habitaciones del hotel inundadas de humo y de música de Jimi Hendrix. Nos volvimos indisciplinados, caprichosos y nos convencimos de que la revolución se hacía con poco aseo, de que la nueva era brotaría del pelo descuidado y la falta de higiene. Poco profesional, ciertamente. Pero allí estábamos, en la segunda jornada de la liguilla, con la oportunidad de conquistar una porción de dignidad frente a un nuevo rival, esta vez el combinado de Corea Norte.

 Los jugadores de esta selección no llevaban el cabello largo, no se habían sumado a la fiesta de la era del Acuario, de la libertad sexual y de la paz. Eran como autómatas, y lucían un corte de pelo militar bastante apurado, a diferencia de los chinos, los anfitriones del torneo, a los que se les permitía al menos una media melena acorde, en parte, con el signo de los tiempos. También China era, parcialmente, la patria de los melenudos, y en este rasgo se podría cifrar la diferencia entre una y otra dictadura: más militarizada la de Corea del Norte, más robótica, mecánica y hueca la vida de este país, el fútbol de este país. Había que ver a los coreanos en la ceremonia de los himnos nacionales; ellos, tan iguales, tan marciales y firmes; nosotros, melenudos, unos muy grandes y otros muy pequeños, desgreñados, incapaces de mantener la disciplina de la línea recta. Felices.

Comenzamos marcando nosotros, un lanzamiento directo que Bangar no quiso ejecutar y que el rapado Balaji resolvió con eficacia, superando la barrera coreana y colocando el balón bajo, pegado al palo corto, que es el palo favorita del diablo. Pero el zarpazo no le hizo sange a Corea. Aquellos tipos, más militares que atletas, no eran humanos, sino perros amaestrados, disciplina pura. Yo creo que escuchaban la música del Coro del Ejército Popular de Corea por dentro de la sangre, que llevaban la ideología del Partido en el torrente sanguíneo. Nuestro primer gol no solo no amedrentó a aquellos autómatas, sino que arrancó su maquinaria de guerra y apretaron fuerte durante toda la primera parte. Tanto que apenas conseguimos pasar de los tres cuartos del campo. Estábamos tan ocupados en defender que no teníamos tiempo de elaborar un triste ataque. Hacíamos una par de combinaciones, luego perdíamos el balón y, finalmente, volvíamos a recular. Son extraños los engranajes del pesimismo; mientras más balones se perdían, más se desplazaba hacia atrás la línea defensiva y más aislado y sin posibilidades quedaba Bangar, a la altura del círculo central, rodeado por dos marcadores; y mientras más se retraían los nuestros para achicar espacios, mayor era la demanda salvífica dirigida exclusivamente a nuestra estrella. A él se le entregaba toda la carga de la salvación, al elegido que trajo desde Europa la sabiduría de la melena. Y por una especie de consenso telepático, tejido con gestos de fatiga y desesperanza, los muchachos escogieron la vía fácil y comenzaron a bombear balones desde la mitad de su campo. Qué podía hacer Bangar, si su soledad era aterradora. Los chicos le enviaban un pedrada, Bangar corría como conejo, se daba de codazos y rodillazos con la defensa rival, y finalmente, perdía el balón, momento en que los nuestros se tiraban de nuevo hacia atrás. Tácticamente hablando, se trataba de una salida chapucera, pero recordemos que el míster no decía gran cosa sobre táctica; hablaba mucho sobre el fútbol, eso es cierto, hablaba sin parar sobre el encuentro, pero no decía una palabra sobre este encuentro, sobre cada encuentro.
En este deporte nuestro, la desesperación rara vez da frutos, y aquella tarde había un enorme flujo de desesperación que como la torre de un campanario apuntando hacia el cielo, se dirigía directamente hacia arriba, hacia Bangar. En el minuto treinta y uno los coreanos ya habían empatado el encuentro (lo celebraron de una forma ritual, sin emoción alguna), y a falta de tres minutos para el fin de la primera parte le dieron la vuelta al marcador con una jugada de estrategia, un lanzamiento indirecto de falta que, seguramente, habían ensayado hasta el agotamiento, como soldados espartanos.
En el descanso me dirigí a Bangar. Creo que era la primera vez que lo hacía, así que fui directo al grano: le revelé mi perplejidad; cómo podían ser tan fieles sus copias; cómo conseguía que sus goles de hoy fueran imitaciones perfectas de los goles del pasado. Su respuesta fue que, en lugar de copiar goles del pasado, su sueño era que copiaran los suyos en el futuro.
-      Pero no soy Pelé – se lamentó.


LA SEGUNDA PARTE CONTRA COREA siguió el guión previsto: faltas técnicas, distracciones de tiempo por nuestra parte, balones largos dirigidos a Bangar, gol de los coreanos al minuto diecinueve (era el tercero), la melena de Bangar agitándose en el centro del campo, disputándole balones a los zagueros, buscando un resquicio para la salvación. Si empatábamos, aún dependeríamos de nosotros para pasar a la siguiente ronda. Había llegado la hora de que los apóstoles de la melena doblegaran al ejército futbolístico de Corea, a todos los ejércitos futbolísticos, a todos los ejércitos. Nuestro juego alegre, desordenado, tenía que resurgir, salir de la caverna de la defensa y encender las antorchas de la alegría. Y, en efecto, la suerte favoreció a la causa de los melenudos en el minuto treinta y siete de la segunda parte: Bangar recibe una carga dentro de área rival y se tira al césped. El árbitro muerde el anzuelo y concede el penalti. Quién podía lanzar la pena máxima, sino nuestro héroe.
Desde el banquillo, puestos en pie, vimos a Bangar ejecutar aquella oportunidad salvífica. Ajustó el balón al palo derecho del cancerbero, pero este adivinó la trayectoria. Por un instante, nuestro corazones se volvieron de arena, se deshicieron en el pecho, blandos, inútiles, como si no quisieran latir más. El balón impactó contra la base del poste y salió hacía fuera. Pero con tan buena fortuna que golpeó en la cabeza del portero rival y regresó a su dirección primera, traspasando, esta vez sí, la línea de meta. Alguien desde arriba nos ayudaba, nuestra causa le merecía el mayor de los respetos; el universo simpatizaba con el ideario algo confuso de nuestras largas melenas. Gol de Bangar y todavía nos quedaban siete minutos para empatar.
Desconcertado, vi a nuestro delantero guiñarme el ojo mientras regresaba al centro del campo. Su gesto de complicidad me hizo caer en la cuenta de que me había enamorado. No ya de Bangar, sino de toda una generación, de una época.


TERCERA HIPÓTESIS SOBRE BANGAR. En parte, el sueño de Bangar, el deseo de ser remedado algún día por otros imitadores, ha terminado por cumplirse. Aquí tenemos a un niño jugando en el patio, con sus pies descalzos sobre la tierra emulando las inconfundibles celebraciones de Bangar, doblando los goles que a su vez mi amigo doblaba en aquel tiempo.  ¿Es solo eso?, ¿todo se reduce a un juego de imitaciones, de dobles, de espejos? Esta explicación no termina de resolver el misterio de Bangar. Es imposible gobernar las circunstancias (todas) que rodean a un disparo a puerta. Es imposible que la fortuna obedezca por completo a las intenciones del jugador, que el balón, en un lanzamiento de penalti, rebote exactamente en los mismos puntos, se comporte de idéntica forma, que el azar se incline ante la voluntad.
Quizá haya otra explicación. Tal vez el universo hubiera depositado en Bangar un haz de posibilidades, de lances posibles del juego, una rationes seminales del balompié, tal y como decía nuestro entrenador. Pero al reiterar nuestro delantero jugadas que ya habían pasado de la potencia al acto a los pies de otros jugadores históricos, al repetirlas, era como si el destino tuviera momentos de confusión, lapsus, y obligara a Bangar a acciones que ya habían sido realizadas, posibilidades que ya habían sido actualizadas antes. El destino también se equivoca.

Muchas noches después, en una noche de verano muy parecida a aquella en que nos enfrentamos a Corea, me encuentro (bocabajo) en el interior de mi coche (panza arriba). Y mientras las ruedan giran en el aire (lo harán mientras quede combustible), me pregunto qué órganos, qué huesos, qué articulaciones estarán todavía intactos, si podré caminar otra vez y en la radio se retrasmite un encuentro internacional de fútbol. Mi cabeza da vueltas. No siento nada de la cintura para abajo, ni siquiera dolor. Y entre el mareo y las sensaciones  intermitentes de calor y de frío, se filtran las palabras de la retrasmisión deportiva. Cuartos de final del Mundial del 86. Francia vs. Brasil. La eliminatoria se decide en la tanda de penaltis. Dos a dos en el marcador. Bellone  lanza para Francia, abajo, ajustado al palo derecho, a ras de suelo. Óscar, el guardameta carioca, adivina la trayectoria del esférico y se lanza al lado correcto. El balón impacta en la base del poste, pero con tan buena fortuna para los franceses que rebota en la cabeza del portero y regresa a su dirección primera, traspasando esta vez la línea de meta. Gol de Francia. Tres a dos en el marcador y la posibilidad, si falla Branco, de pasar a la semifinal del torneo.
Al término de la retrasmisión deportiva se emite un programa musical. Aún no ha acudido nadie a socorrerme.
Estoy solo en una carretera perdida. Soy un antiguo suplente de la selección de fútbol en el paraíso del críquet.
Me he jodido las piernas, seguro, no las siento.
Suena una canción de Lennon en la radio, Dream is over, “el sueño ha terminado”.
¿Les he hablado ya de mi silla de ruedas?
El míster se equivocaba: el infierno es el presente.


LOS MÁRTIRES DEL BALOMPIÉ. ¿Creen que logramos empatar aquel encuentro contra Corea del Norte? Pues no fue así. Aunque, visto con distancia, tampoco importa demasiado. Incluso en la derrota, el lenguaje de los melenudos tiene una musicalidad festiva. Vean las fotografías del fútbol de entonces, miren la media melena de Johan Cruyff agitándose mientras el holandés invierte todas sus habilidades, sus bicicletas, sus recortes de fábula, para perder la final del Mundial del 74 frente a Alemania. Miren la grandeza de Zico, después de fallar un penalti en el Mundial del 82. O la de mi admirado Sócrates en México 86. Tras caer en la tanda de penaltis contra Francia. Incluso en la derrota, la melena resguarda a los jugadores del patetismo, deja caer sobre los hombros la capa benefactora de los héroes, inspira compasión, obliga al público a perdonar sus impotencias y sus errores.
Sin embargo, alguien en las altas esferas del fútbol, si es que existe tal cosa en nuestro país, sintió que nuestra melena derrotada era una imagen decadente, que aquellos cortes militares de pelo de los coreanos, su disciplina espartana, su orden antes, después y durante el partido mostraban el camino a seguir: el orden. Alguien era incapaz de comprender que nuestras posturas relajadas en la ceremonia del himno y nuestro desorden táctico y vital anunciaba una nueva era. Y cuando se es incapaz de comprender algo, se desprecia. Ese desprecio fue subiendo en cuestión de horas por los escalafones de la política, casi podía verse trepando los pisos de los despachos como una hiedra. Las señoras de la limpieza de los ministerios comparaban a nuestros muchachos con lo que deberían haber sido: jóvenes educados en Inglaterra, con el pelo peinado a raya y con colonia, jugadores ocasionales de críquet o de polo. Nuestras melenas eran, a la hora de la derrota, una vergüenza nacional. Y el sintagma vergüenza nacional se fue repitiendo de boca en boca como una mantra, y se introdujo en las conciencias de los que están más arriba, y llegó finalmente a la conciencia del presidente de la República, quien, escandalizado por nuestro aspecto, que desdoraba sobre todo la ceremonia del himno nacional, tomó el teléfono, marcó un número, dio una orden, esa orden fue trasmitida por otra voz a otra línea telefónica y esta a otra, y en cuestión de horas el míster nos tenía reunidos en el salón principal del hotel para decirnos: - No es cosa mía, muchachos, viene de muy arriba. Lo siento.

Llorábamos, SÍ, HOMBRES DE PELO EN PECHO LLORANDO, mientras éramos esquilados por voluntad presidencial, mientras el peluquero nos arrebataba aquella forma superior de sabiduría incomprendida en nuestro país, paraíso del críquet. Llorábamos, el sonido de aquella maquinilla de peluquero, todavía en mis sueños, porque, una vez desprovistos de nuestras largas cabelleras, el poder mesiánico que residía en nosotros caería al suelo de la barbería. Y allí estábamos; éramos los sansones de la contracultura. Nos habían arrebatado todas nuestras potencias. Ya no formábamos parte de una comuna universal. Ya no teníamos nada que ver con los israelíes, ni con los palestinos, ni con los pakistaníes, ni con los coreanos, ni con Jim Morrison, ni con Joe Cocker, ni con Lennon. Nos habían arrebatado el atributo del universalismo y volvíamos a ser burgueses, mezquinos, individualistas. El que fuera insanamente envidioso volvería a serlo, el hipócrita regresaría a su hipocresía, el avaro a su avaricia, y yo… ¿Yo? Volvería a ser un portero sustituto de una selección que ocupaba los últimos puestos en el ranking de la FIFA, sería devuelto a los cauces de la mediocridad. Llorábamos porque éramos mártires de una causa, pero mártires al fin y al cabo.
Me fijé en Bangar. Era el único que mantenía la compostura, a excepción, desde luego, de  Balaji, el rapado. Sin embargo, su expresión plana, fría, resultaba más descorazonada que el llanto de los demás, que el llanto de todos los otros, que el llanto de todos los hombres del mundo juntos, porque Bangar se limitaba a contemplar su cabello desplomándose en el suelo. ¿Puedo decir desplomándose? ¿Puede atribuirse al cabello, sustancia naturalmente liviana, una calidad plúmbea? Lo que sin duda se desploma era la ilusión. La ilusión, es liviana, pero al mismo tiempo, cuando su dirección es descendente, se convierte en una sustancia similar al plomo. Así que la ilusión es leve cuando asciende, pero grave cuando desciende, y por eso contradice la distinción aristotélica entre cuerpos graves y leves que el míster nos había explicado en tantas ocasiones, en aquellas extrañas charlas técnicas que nos regalaba. Lo que se desploma, al cabo, era el sueño de pertenecer a algo superior a nosotros, jugadores de poca monta: una comunidad universal de melenudos.
En algún momento de la noche se divulgó la fantasía de que los jugadores de las demás selecciones, en un arrebato de solidaridad entre melenudos, se cortarían también sus largas melenas. Pero no lo hicieron. En el fútbol no existe la solidaridad. Hay afinidades, simpatías circunstanciales (que duran lo que uno o dos campeonatos).
Porque mientras nosotros éramos esquilados, a los jugadores de las demás selecciones sus melenas no solo eran toleradas, si no aplaudidas. Hasta filmaban spots para la televisión promocionando firmas de champús y acondicionadores. Y con los años, llegada la década de los ochenta, y más aún en los noventa, el fútbol se iba a llenar de perillas, de tintas verdes, naranjas, azules, de rapados, de corte mohicanos, de trenzas, de peinados punk, de medias melenitas, de crestas, de patillas imposibles, de mechas, de champús y acondicionadores, de facturas millonarias en la peluquería. Porque el amor a la estética capilar ocultaría un mal mucho más profundo: el deseo de individualizarse, como si cada jugador se valiera de su peinado para afirmar su individualidad suprema, para llamar la atención del público propio, aunque también de los otros públicos, de los otros managers, de los otros clubes, del dinero. Desaparecería el sentimiento de pertenencia a una manada, o a un clan, a una religión, a una causa, convirtiendo a los jugadores en mercenarios. Sus cortes de pelo serían expresiones más o menos directas de su individualismo feroz. Entonces el sueño sí que habría terminado.


PEARL HARBOUR. La ceremonia de los himnos frente a Japón, el último rival de la primera ronda, mostró al continente la tristeza infinita de los ojos de Mahendra Bangar, ya sin su melena, con su selección matemáticamente eliminada del torneo.
Si admiten la grandeza que concede la melena en la hora de la derrota, piensen ahora en la de los vencedores. Recuerden a Mario Alberto Kempes en la final del Mundial de Argentina 78, su cabello flotando al viento mientras el matador abre los brazos de par en par, como si quisiera abrazar a todo sus compatriotas, como si quisiera volar, como si quisiera que el Estadio Monumental de Buenos Aires alzara el vuelo, que la Argentina alzara vuelo. Resulta imposible sustraerse a esa felicidad capaz de reconciliarnos con la vida. Salvo que se juegue en el bando contrario, claro.
En 1941, la Marina Imperial japonesa bombardeó Pearl Harbour. Y aquella tarde del 76, los jugadores de su selección de fútbol, todos ellos de pelo largo, nos hicieron trizas colocándonos un siete a cero incontestable. Nuestro portero titular recibió un rodillazo en el vientre tras el tercer tanto y solicitó el cambio al entrenador. Luego supimos que fingía. Y allí estaba yo, León Jeoomal, calentando a toda prisa, desprendiéndome del suéter y los pantalones de chándal, saltando al campo para encajar la goleada más humillante de toda la competición. Sentía el fantasma de mi melena ausente, sentía el viento en mi cuello como un escalofrío. Los cuatro goles que encajé los he parado en mi imaginación cientos de veces, por las noches.
Hice cuanto pude; acudí a las supersticiones de siempre (golpeé con la punta de la base de los postes, salté para colgarme del larguero, aplaudí continuamente con mis guantes para animar a los chicos, especialmente a Bangar, irreconocible sin su melena, que corría por el centro del campo como una oveja esquilada y agotada), pero nada pudo evitarme la vergüenza de recoger cuatro veces el balón del fondo de las mallas. Era como jugar dentro de un submarino torpedeado, un submarino que se iba inundando mientras los ojos del capitán se perdían, vacíos, en el horizonte.
Por supuesto, suponer que podríamos haber vencido el encuentro si Bangar hubiera conservado su melena no es más que una muestra de pensamiento supersticioso. Sin embargo, la tristeza de nuestra estrella, contagiada a todos, hizo imposible el logro de un resultado digno; no digo una victoria, pero hay un arco amplísimo de desenlaces posibles entre la victoria y la humillación absoluta. Tal vez no hubiéramos ganado ni aunque el partido se disputara cien veces, pero sin el peso de la desilusión sobre nuestras espaldas (y tomo prestadas las palabras del míster) nos hubiéramos despedido del torneo de otro modo, seguro. Porque los chicos parecían sin fondo, aplomados (ya se dijo cuánto pesa la desilusión). Esporádicamente recuperaban la energía para forzar una falta, y eso era todo.
Aquella misma madrugada volvimos a casa. En el aeropuerto, junto a la cinta del equipaje, los muchachos acordamos concentrarnos en la sede de la Federación e iniciar una huelga de hambre, en protesta por las actitudes de esta y del propio Gobierno, su desprecio a nuestra felicidad. Balaji rechazó la propuesta y, para sorpresa de todos, Bangar también. Nos despedimos de ambos con un apretón de manos. No recuerdo que dijeran nada.
La huelga (otra tontería de juventud, pero en aquella época todas las tonterías parecían tener sentido) se convirtió en una nueva derrota de nuestra causa. En un país en el que el críquet constituye el epicentro de casi todas las pasiones, un equipo de fútbol eliminado del campeonato continental tenía el peso específico de un quinteto de mariachis. Los periódicos reservaron la noticia (los que lo hicieron) una pequeña columna en las páginas de deportes. ¿Huelga de hambre en el país del hambre? El míster tenía razón: el infierno del fútbol no está hecho de esferas, ni siquiera de humillaciones, sino de ocasiones desperdiciadas, de pasado perfecto. Éramos eso, pudo pasado insignificante, cabello perdido, ilusiones desplomadas. No teníamos derecho a formar parte de la actualidad; más aún: no vivíamos en el ahora de los noticiarios, sino en los sótanos del ahora, en los bajos fondos de la actualidad.
Pero no fue solo nuestro combinado nacional lo que se desplomaba, no solo nosotros habíamos desaprovechado una ocasión. Era el fútbol entero el que, a los pocos años, desperdiciaría su oportunidad de congraciarse con la justicia, con los oprimidos, con el hambre. La causa  de los melenudos, imprecisa, volátil, se evaporó a la lumbre del dinero, que es una causa mucho más grave al parecer. El fútbol se volvió individualista. Y lo que es peor: aprendió, sin incomodidad, con el horror. EN MÉXICO 86, MARADONA LE MARCABA un gol antológico a Bélgica mientras las madres de mayo seguían reivindicando justicia, o reparación, o memoria. Y mientras Camerún deslumbraba en el mundial del 90, en el corazón de África se preparaba la tragedia de los Grandes Lagos,  empezaban a germinar las semillas, las rationes seminales de aquellos genocidios y oleadas de refugiados que el fútbol, con su fiesta multicolor, maquillaba ante los ojos occidentales. Si el cinismo es la capacidad de convivir con el horror, y hacerlo sin remordimiento, el fútbol se convirtió entonces en cinismo puro. Es una ley de la historia: con el tiempo, todo se vuelve cínico.

EL NAUFRAGIO. Bangar militó un par de años más en clubes del país, sin demasiada fortuna, a pesar de que volvió a dejarse crecer su cabellera. Yo abandoné el fútbol aquella misma temporada y me hice cargo de los negocios familiares. No volvimos a encontrarnos hasta el 95 o el 96, no recuerdo bien, cerca de Calcuta. Le sorprendió verme en silla de ruedas, cuando lo más sorprendente era, en realidad, su propio aspecto. Además de su melena, que ahora nacía alrededor de una calva que brillaba a la luz de una solitaria y sucia bombilla del techo, se había dejado crecer la barba hasta el vientre. Iba descalzo. Sus pies, los pies del goleador más enigmático que hayamos conocido, me parecieron de una fealdad descorazonadora. Doblaba los dedos hacia dentro para caminar y curvaba el empeine, como si no quisiera cortarse, pisar algo oxidado, o simplemente contaminarse con el suelo.
Su única compañía era un perro. Para jugar con él, le lanzaba un trozo de un balón viejo, un retal que, por supuesto, no rodaba. No era ni siquiera un resto de balón, sino apenas seis pentágonos que, milagrosamente, seguían unidos entre sí. Necesito creer que ese balón había sido importante para mi amigo, que tal vez marcó con él alguno de sus goles-copia, o goles-espejo, o goles-actualización de goles en potencia. El perro galopaba detrás de aquel fragmento de pasado con desesperación, como si aquello no fuera un juego, sino un naufragio en el que hubiera que salvar la mayor cantidad posible de objetos. Y es que el
aspecto de mi viejo amigo, de su universo, no era el de un intocable: era más bien el de un náufrago que hubiera conservado una docena de objetos del hundimiento y se aferrara a ellos con todo su espíritu, remendándolos, otorgándoles distintos usos, reciclándolos.
De hecho, conservaba algunos recortes de prensa en una caja de zapatos. Me emocionó ver de nuevo las viejas fotografías del equipo. Le quedaba algo de ginebra en una botella y la compartimos. No tenía vasos. Tampoco importaba demasiado. Habíamos sido compañeros de infortunio, mártires del fútbol en el reino pagano del críquet, caídos por la causa de los melenudos, como aquellos primeros cristianos que el imperio romano entregó a los leones. Le pregunté por aquellos goles suyos, si él era o no consciente de su condición de doble, y cuál era el auténtico sentido de su talento. Me dijo que no lo sabía, que los goles estaban ahí, que sencillamente había que verlos, que no los buscaba sino que los encontraba, o que eso le parecía ahora, después de tanto tiempo; y luego divagó sobre la memoria y la falta de memoria, y la vejez, y en qué consistía ser un viejo, y si él era uno, y por qué lo era, por qué se envejece, enlazando un asusto con otro hasta regresar al fútbol, deporte que, según concluyó, murió el día en que entró en un vestuario el primer secador de pelo.
Luego no dijimos mucho más, la verdad. Sustituimos el diálogo por un ejercicio de miradas bajas, asentamientos cómplices, manos en el hombro y la nuca. Y cuando dimos cuenta de la botella de ginebra, Bangar reconoció que la frase esa de la muerte del fútbol a manos de los secadores de pelo no era suya, sino de Alfredo di Stéfano. Bangar el copista, Bangar el jugador-espejo, seguía entregado a la pasión por la copia, consciente o inconsciente, gobernada por las semillas de la Creación o no. Sus goles eran copias de otros goles, sus sentencias también, pero ¿a quién copiaba en su pobreza extrema?
No volví a verlo. Aunque esta mañana me pareció que su espíritu se aparecía en un muchacho que jugaba descalzo sobre la tierra, un chico de largas melenas que se soñaba Bangar. En ese juego de espejos, en esa imitación del gran imitador, doble del doble, se cifra no solo mi asombro, sino también mi melancolía por toda una época, y por todo lo que podría haber sucedido entonces; la ocasión desperdiciada de que el fútbol se congraciara con la vida. Una posibilidad que nunca pasó de la  potencia del acto.


Tomado de: Libro de Fútbol y otros juegos de pelota.

Escrito por: Mario Cuenca Sandoval.

Sevilla Vs Real Madrid. 1992. Cuando Maradona y Bilardo se paseaban por Sevilla

$
0
0
Diego Maradona en su presentación en el Sevilla FC


Por: Edwin Medina.


Bilardo llegó aquella noche a su casa y encendió la televisión para ver el resumen de la jornada dominical de la Liga Española.  Las imágenes que se reproducían frente a sus ojos no las podía creer. Comenzó prontamente a enfurecerse. Su semblante  se endureció. Sus puños se cerraron mientras golpeaba el sillón.

-       Pero qué hijo de puta.- Vociferaba el doctor.
        
El programa deportivo aún no terminaba. Pero Bilardo ya había visto lo único que le interesaba. Salió de su casa inundado de ira, rumbo a buscar  a Diego Maradona para cogerlo a trompadas.
Horas previas, de ese mismo día, Carlos Salvador Bilardo, técnico del Sevilla FC había sustituido a Diego Maradona por bajo rendimiento. A Bilardo que nunca se le escapó ningún detalle como entrenador, se distrajo en otros asuntos y no percibió la furia que generó en Maradona aquella sustitución. Mientras el petizo jugador caminaba lentamente con sus guayos Puma hacia la línea de cal para darle ingreso a su compañero, no paró de insultar a su DT.
 Horas después, las imágenes de aquel programa deportivo le hicieron dar cuenta que su amistad con su viejo aliado de batallas no era la mejor.
Bilardo es un hombre acostumbrado a ganar o ganar. La victoria por encima de todo. Así que si tenía que sustituir a su paisano por vencer, lo haría sin vacilación alguna. 
Bilardo veía en los insultos que le dedicaba Maradona, una traición al entrenador que creyó en él: Previo al Mundial de México 86, Bilardo le entregó la cinta de capitán a Diego Maradona arrebatándosela al histórico Daniel Pasarella, creando una gran polémica en el país gaucho.

Bilardo llegó a la casa de Maradona en Sevilla para encarar al 10, pero Maradona  había viajado a Madrid. El martes, cuando se reanudaron las prácticas Maradona no asistió. A la tarde, Bilardo lo fue a buscar de nuevo y cuando la mujer de Diego abrió la puerta, Bilardo entró disparado putiando a Maradona y le tiró la primera trompada.
El periodista español Antonio Salas decía que el mejor chaleco antibalas que existe en cualquier parte del mundo es la sonrisa; recordó aquella frase cuando en un reten en Medio Oriente un soldado israelí le apuntaba directamente al rostro con su fusil.
Pero Maradona por supuesto no le contestó con una sonrisa a las balas disfrazadas de nudillos a Bilardo y comenzó la pelea. Los separó la esposa y el representante de Maradona que estaba en la casa.
Al día siguiente Maradona apareció en casa de Bilardo, presentó disculpas y se fueron a tomar cerveza.

Bilardo fue más que un entrenador para Maradona, y Diego fue más que un jugador para Bilardo. Por eso, las ofensas de un lado para el otro eran más dolorosas que cualquier otra.
El doctor, como también se le conoce a Bilardo, fue como un segundo padre para Maradona. Lo dirigió entre 1982 y 1990.
Cuando Bilardo comenzó a dirigir al Sevilla en 1992, pensó en el Dios humano más existente, como describió Galeano a Diego, para salir campeón de España. Bilardo siempre fue un apoyo para el astro argentino, lo aconsejaba, lo entendía y le alcahueteaba todo, menos la droga.
 Bilardo vivió en Colombia en la época de la efervescencia del narcotráfico. Eran los años 80 cuando Bilardo dirigió a la Selección Colombia, y  4 años atrás al Deportivo Cali, subcampeón de la Copa Libertadores de 1978. En su estadía en Cali, conoció según palabras del mismo Bilardo, jugadores de gran talento, pero desperdiciados por falta de disciplina. El aguardiente y la salsa eran peores rivales para los jugadores del Cali, que sus antagonistas  América de Cali o el Atlético Nacional de Medellín.
Bilardo impuso sus métodos estrictos, pero daban pocos resultados, se dio cuenta que para acabar con la idiosincrasia fiestera del jugador colombiano se debía trabajar en la mente de los más jóvenes. Los viejos, ya estaban muy viciados por el entorno.
Bilardo aseguraba que Colombia seria en los 90 después de Brasil y Argentina, la que mejor fútbol expresaría en el continente. Y no se equivocó.
Partió de Colombia rumbo a remplazar a su antítesis futbolística Cesar Luis Menotti en el banquillo de la selección Argentina. En medio de muchas críticas partió a México a disputar el Mundial de fútbol. Con Maradona capitán y figura ganó la Copa Mundo. Todo el pueblo argentino a su vuelta le pidió disculpas. Cuatro años después Maradona y Bilardo viajan a Italia a defender la copa. Diego con su tobillo hinchado del tamaño de una naranja, llevó hasta la final a la Argentina, pero el trofeo terminaría siendo levantada por Beckenbauer en el banquillo y Matthaus en el césped. Luego de la final, El Doctor y El Pelusa, toman caminos desiguales.
Dos años después se vuelven a encontrar en Sevilla. El objetivo: Salvar al Sevilla del descenso y pelearle al Madrid y al Dream Team de Cruyff la Liga. El mundo del fútbol aún no conocía la palabra efedrina, Suker se distinguía como la futura joya de Los Balcanes, Simeone ya mostraba su talento y furia en el medio campo y con Bilardo en la dirección técnica los hinchas del Sevilla tenían todo el derecho a ilusionarse. Pero el binomio Maradona Bilardo fue tan efímero como el matrimonio de Ángela Vicario y Bayardo San Román  en Crónica de una muerte anunciada. Solamente una temporada duró Diego en Sevilla. Marchó rápidamente, al igual que Bilardo que renunció porque según él, habían muchos líos en el interior del club.

Queda en el recuerdo de los sevillistas que el mejor jugador del siglo XX se paseó por el Ramón Sánchez Pizjuan y el gran partido de Diego al Real Madrid.

Lo que sería una historia con un color especial en Sevilla con el mejor jugador de la época y con uno de los mejores entrenadores del mundo en aquel entonces, terminaría en nada para el equipo más veces campeón de la Europa League. 



Liverpool VS BVB. 2016. El hombre de blanco

$
0
0
Jurgen Klopp


Por: Edwin Medina


Gabriel García Márquez  se encontraba en Bogotá, el día que la historia de Colombia se partió en dos.

Corría el año de 1948, Gabo era estudiante de la Universidad Nacional. Salió de una aburrida clase de derecho y se dirigió a su casa en el centro de la capital. Al llegar a su pensión se sentó a almorzar. La primera cucharada de sopa no había alcanzado a llegar a su paladar cuando al frente suyo se detuvo su amigo Wilfrido Mathieu.

-         Se jodió este país -le dijo-. Acaban de matar a Gaitán.
       
Gabo, un enamorado de las historias, tenía que presenciar este magno acontecimiento en primera persona. Salió precipitadamente hacia el lugar de los hechos. Al llegar a la convulsionada Avenida Jiménez de Quesada, casi sin aire, se dio cuenta que acababan de llevarse al herido a la Clínica Central, a unas cuatro cuadras de allí. Observó a un grupo de hombres que mojaban sus pañuelos en el charco de sangre caliente que dejó el cuerpo de Gaitán para guardarlos como reliquias históricas. Una mujer de aspecto humilde de las muchas que vendían baratijas en aquel lugar, levantó su puño con el pañuelo ensangrentado y gritó:

-Hijos de puta, me lo mataron.

Los limpiabotas del centro de Bogotá armados con sus herramientas de trabajo, trataban de derriban a golpes las cortinas metálicas de la farmacia Nueva Granada, donde los escasos policías de guardia habían encerrado al agresor de Gaitán para protegerlo de las turbas enardecidas.

-         Agente – suplicó el sospechoso – no deje que me maten.

De repente, en el lugar de los hechos apareció un hombre sacado de otro contexto, el cual Gabo describe así:

“Me llamó la atención un hombre alto y muy dueño de sí, con un traje blanco impecable como para una boda, incitaba a las masas con gritos bien calculados. Y tan efectivos, además, que el propietario de la farmacia subió las cortinas de acero por el temor de que la incendiaran.

-         ¡Al palacio! – Ordenó a gritos el hombre que nunca fue identificado- ¡Al palacio!

Los más radicales y enfurecidos obedecieron. Asaltaron la farmacia. Agarraron por los tobillos el cuerpo golpeado  y lo arrastraron por la carrera Séptima, hacia la Plaza de Bolívar. Desde las aceras y los balcones los alentaban gritos y aplausos de la horda enfurecida. El cadáver desfigurado a golpes iba dejando trapos de ropa y de cuerpo en el asfalto capitalino. Así la turba siguió de largo hasta el Palacio Presidencial. Allí dejaron lo que quedaba del cuerpo.

Gabo permaneció en el lugar del crimen unos minutos más, sorprendido por  aquel hombre. Luego se marchó ante el inminente peligro que corría él y todos los ciudadanos.  La muchedumbre  comenzó a quemar el tranvía, asaltar los comercios, romper ventanales y linchar a todo al que dejase notar una adhesión con el Partido Conservador.
Cincuenta años después, en Vivir para Contarla Gabo recuerda aquel día y  aquel hombre:

“Mi memoria sigue fija en la imagen del hombre que parecía instigar al gentío frente a la farmacia, y no lo he encontrado en ninguno de los incontables testimonios que he leído sobre aquel día. Lo había visto muy de cerca, con un vestido de gran clase, una piel de alabrasto y un control milimétrico de sus actos. Tanto me llamó la atención que seguí pendiente de él hasta que lo recogieron en un automóvil demasiado nuevo, tan pronto como se llevaron el cadáver del asesino, y desde entonces pareció  borrado de la memoria histórica. Incluso de la mía, hasta muchos años después, en mis tiempos de periodista, cuando me asaltó la ocurrencia de que aquel hombre había logrado que mataran a un falso asesino para proteger la identidad del verdadero”.

Recordé aquel hombre que describía García Márquez,  cuando veía a Jurguen Klopp, técnico del Liverpool vestido también de  blanco y tambien en un mes de abril como el Bogotazo, arengando  a las masas en las gradas y a sus jugadores en el césped.  Muy dueño de sí. Con órdenes y gritos bien calculados. El equipo inglés perdía ante el Borussia Dormund por dos tantos a cero como local  y debía marcar tres goles en 45 minutos para avanzar a las semifinales de la Europa League.

El liverpool, históricamente es un equipo de remontadas. La más conocida, en 2005 en la final de la Champions League. Perdía tres tantos a cero frente  al Milán de Carlo Ancelotti . Pero en el vestuario las palabras de Carragher y en el terreno de juego la jerarquía de su ídolo Steven Gerrrard fueron la fuerza necesaria con la que los reds lograron remontar en tan solo 45 minutos el encuentro y coronarse campeón de Europa por lanzamientos desde el punto penal.

Pero Carragher se retiró hace varias temporadas y Steven Gerrard está viviendo el epílogo de su carrera bien lejos de Anfield. Sin sus dos jugadores insignias sólo quedaba él, su técnico Klopp con su personalidad arrolladora y su gran manejo de grupo lograría el milagro de la remontada. Mientras sus jugadores intentaban lo posible, Klopp constantemente gritaba, levantaba sus puños, animaba la grada, le hablaba enfurecido a sus dirigidos. Minuto a minuto el hombre de blanco junto a la línea de cal alentaba tanto a sus jugadores como a sus seguidores. Recordándoles el esplendor de su pasado. Aunque los seguidores del Liverpool veían dificil vencer a los alemanes, no abandonaron,  así los educaron.

Liverpool logró el primer gol al minuto 58, la remontada comenzaba a vislumbrarse, pero el BVB marcó el tercer gol al minuto 64. Tres tantos a uno vencían los alemanes. La serie parecía definida. Los dirigidos por Klopp debían marcar tres goles en media hora. Imposible. Pero Klopp siguió creyendo en el milagro y no paró de impartir órdenes  a sus jugadores. Al minuto 66 el brasilero Philippe Coutinho anotó el segundo gol de los locales. La batalla estaba 3-2 a favor del BVB.  Minutos más tarde, al minuto 77, el defensa M. Sakho marcó el empate 3-3. Faltaba un solo gol para la remontada histórica. Aquella llegaría. En el minuto 91, Dejan Lovren se elevó del césped de Anfield y con un cabezazo certero sentenció el 4-3. Se escuchó el grito simultáneo de 40 mil personas y el estampido de todo Anfield. La cámara enfocó en aquel caos que originó el gol el rostro de Klopp. No celebró la anotación. Hizo una sonrisa distante. Se perdió entre la masa que ya había perdido el juicio. Klopp sabía que su equipo estaba fuera del peligro de la eliminación. Mientras tanto los hinchas alemanes dirigían sus miradas a Klopp, por sus rostros deduje que en el corazón de ellos floreció un rencor limpio. Purificado por los fines de semana que Klopp con ellos convivió.  Jurguen Klopp guió al BVB desde el 2008 hasta el 2016, con excelentes resultados, ganando la Bundesliga en dos ocasiones. También la Copa Alemana, venciendo al Bayern Munich.

 Liverpool ganó un partido quimérico en los Cuartos de Final de la Europa League. Venció al gran favorito. Estoy seguro que sin el estratega alemán hubiese sido imposible. Luego, al finalizar el encuentro, Klopp abrazó a sus jugadores como quien abraza a un amigo después de  años de no verlo. Posteriormente se perdió de nuevo entre la horda de gente,  como hace 69 años también en abril y también de blanco un hombre dirigió a un puñado de personas  para lograr su objetivo, lo consiguió y se marchó.




Santa Fe Vs Huracán. 2015. Días de vino y rosas

$
0
0
Santa Fe 2015


Por: Edwin Medina



En estos tiempos que corren, se premia solamente al que gana y no al que lo intenta. Únicamente es merecedor del respeto del público el que vence y no el vencido. Las gradas, en estos tiempos modernos se parecen y bastante a los tiempos romanos en que los hombres se mataban, y alrededor de ellos una masa de gente furiosa e irracional, pedía a gritos la anulación, la humillación, la muerte del otro. El futbolista lo percibe, lo siente en el tenso ambiente que se respira previo al encuentro y salta a la cancha con la premisa de ganar o ganar y nunca de divertirse. El placer de jugar por jugar es un lujo que hoy por hoy sólo algunos niños se pueden dar.

La tensión de los jugadores la pude sentir desde la gradería aquella noche de Copa Sudamericana. El marcador que más se repite en este fútbol moderno de miedo y poca imaginación volvió a situarse en el gran tablero electrónico. Fue un cero a cero con pocas emociones. 
A los clubes colombianos, no les ha ido muy bien en finales internacionales. Les cuesta ganar títulos lejos de su cuna. El primero en acercarse a la gloria fuera de casa, fue el Deportivo Cali, subcampeón de la mano de Carlos Salvador Bilardo de la Copa Libertadores del 78. Luego, en la época de los 80,  América de Cali fue tres veces consecutivas subcampeón de la Copa Libertadores: 85', 86' y 87'. El primero en ganar un título internacional para Colombia fuel el equipo conocido como "Los puros criollos". El Atlético Nacional dirigido por "Pacho" Maturana se alzó con la Copa Libertadores del 89' después de una larga ronda de penales ante el Olímpia de Paraguay. Seis años más tarde, en el 95', Atlético Nacional volvió a una final de Copa Libertadores, pero sucumbió ante el talento de los brasileños del Gremio de Porto Alegre. Un año más tarde, en el 96', vaya uno a saber que "karma" estaba pagando el América de Cali, la "Mechita", fue otra vez subcampeón de Libertadores, perdiendo ante el River Plate de Ortega, Crespo y Enzo Francescoli. El Deportivo Cali sufrió la misma suerte en 99' al perder por penales ante el Palmeiras de Felipao. En 2002, pero por Copa Sudamericana, Atlético Nacional perdía ante San Lorenzo de Argentina al igual que en 2014 ante River Plate. La racha de subcampeonatos la rompió el menos pensado: En 2004, el Once Caldas venció al Boca Juniors de Bianchi y se coronó campeón de Libertadores. Fue el 2004, el año de los equipos poco taquilleros o "Marketineros' Porto campeón de Champions League y Grecia campeón de Eurocopa.


Frente a esta racha de subcampeonatos, el onceno bogotano saltó al césped del Campín. Se notaba el temor en los jugadores de Independiente Santa Fe. Cuando recibían el balón, se desprendían rápidamente de él, algunos se escondían detrás del rival para no recibir la esférica por miedo a perderla. Los minutos pasaban y pasaban y en el terreno de juego nada pasaba. Después de unos minutos disputados del segundo tiempo, ingresó el ídolo: Omar Pérez.

Antes de Omar Pérez, Santa Fe no ganaba un título desde hacía 37 años. Después de Omar Pérez Santa Fe ha ganado más de seis títulos con él. Pero esta vez el crack argentino no logró realizar esos pases letales que suele hacer. Mientras tanto, Huracán dejó arriba, sólo, sin más compañía que su sombra al delantero Ávila que nunca pudo pasar a los gigantes defensas santafereños Mina, Meza y Balanta.
El partido finalizó, y en definición por penales los ídolos Omar Pérez y Seijas, fueron los primeros en disparar y no fallaron. Luego, el zurdo Balanta anotó de forma perfecta. Los argentinos no estuvieron acertados y fallaron tres veces ante el arco de "Rufay" Zapata. Al final 3-1 a favor de Santa Fe. La histeria retumbó por toda la capital.
No es fácil ser un club colombiano y ganar en Sudamérica, por ello la gesta de Independiente Santa Fe quedará grabado no solamente en la historia de este equipo sino en la historia del fútbol colombiano. Esa generación ganadora liderada por Omar Pérez será nombrada obligatoriamente cuando se hable de los grandes equipos que se vieron en Colombia.


Viewing all 144 articles
Browse latest View live